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Javier F. Barrera

Donostistorias

Dulce Donosti


Adoro el cine.
Supongo que el Zinemaldia tiene mucho que ver .
Esta historia la he adaptado de otra que ya escribí y tiene que ver con el cine y con la gastronomía, dos de las señas de identidad de Donosti que tanto nos gusta y que tan dentro llevamos todos. De los sabores dulces que moldearon nuestra infancia, de los escaparates y de la ilusión.

Luego nos haríamos punkarras, pijos, surfers y hasta universitarios. Nos perderíamos en Etxe Kalte y fumáríamos en la Maruja, pero eso lo escribiré en mi próximo post, dentro de dos semanas.

Hoy empiezo con una de mis escenas favoritas y me sirve para hablar de la familia y de unos recuerdos, dulces recuerdos, que comparto hoy con todos vosotros.

Que os guste

Clemenza empuja con sus manos las albóndigas y las salchichas. Sus favoritas. Luego baila por la cocina sus más de cien kilos hasta encontrar una diminuta, entre sus manazas de carnicero, de asesino carnicero, botella con vino que vierte con extrema dulzura y satisfacción sobre la farsa que se sofríe con el tomate y la sal y las verduras.

El truco, le dice a un jovencísimo Al Pacino que interpreta a Michael Corleone en la excelsa trilogía de ‘El Padrino’, es añadirle azúcar. «No se sabe bien cuándo te tocará cocinar para los chicos», le brinda la secreta receta de la salsa justo antes de prepararle la pistola, con el gatillo amartillado y endurecido para no fallar, con la que cometerá su ‘vendetta’ y asesinará a un capitán irlandés de la policía de Nueva York, que odia por igual a italianos y judíos, y al malvado Sollozzo.

La única duda es si es más importante la receta de la pasta favorita de Clemenza, lugarteniente junto a Tessio de Marlon Brando, El Padrino Corleone, o los trucos para manejar el arma asesina.

Son las cosas de las familias, de ‘la famiglia’ en italiano, a la que une la sangre, el roce, la carne, la pasta y las pistolas, según cada caso.

No es el mío, desde luego, gracias a Dios. Pero huelo que se acerca esta Semana Santa y me acuerdo de la mía, de la que veré y de la que ya nunca veré. La que forman los que se fueron. Y de los pocos flecos que quedan que me unen a ellos, más allá de los recuerdos y la memoria helada de la muerte.

Entonces aparece nítida la figura de mi bisabuela Alejandra Arrate, que es quien sembró en mí el deleite por la cocina. La bisa Ale, como la llamábamos, era la madre de mi abuela Pepa, la de la mítica tienda de café de la calle Garibay. Sí, la del Negrito, que ahora tienen mis primos Larzabal en la esquina de la plaza de Gipuzkoa.

Mi abuela Ale, entonces, solía llamar por teléfono a Casa Otaegui, al final de la calle Garibay, junto a la avenida, y encargaba por teléfono una seta de chantillí. Era, y es, una exquisita madalena vaciada, rellena con la dulce crema y coronada con el trocito de madalena recortada a modo de sombrero. Pedía dos y Casa Otaegui le enviaba a una dependienta, las recuerdo como con delantal blanco y vestido negro, que portaba la bandejita de cartón blanco con las dos setas de chantillí en un paquete envuelto en el papel de la casa y atado con un cordel.

Pasábamos los bisnietos una vergüenza horrible, porque nos parecía demasiado. Supongo que era el final de alguna época, una especie de lujo asiático a la donostiarra.

Los tiempos fueron cambiando pero Casa Otaegui no solo sigue, sino que ha abierto una tienda hace ya un par de añitos junto a Don Serapio, en Sancho el Sabio, junto a la casa de mi madre.

Ahí compro ahora mis setas de chantillí, mis rusos, que eran los pasteles favoritos de mi aita, y las pantxinetas, que adoro, siempre y cuando se sirva fría. Pierde toda la gracia si está caliente, aunque supongo que todo esto dará para una discusión de las buenas.

Tengo muchos más recuerdos de la infancia, dulces recuerdos de pasteles y escaparates, de los que hoy comparto un par más.

El primero es cuando me mandaban a recoger el paquetito de huevo hilado a Maíz, La Dulce Alianza, en la calle Urbieta con San Marcial. Aunque era un niño, me parecía que entraba en el siglo pasado, en el XIX , cada vez que entraba en aquella impresionante tienda y salón de té, chocolate y café. Recuerdo tres cosas, que había un cartel en la caja que decía que estaban prohibidas las propinas, lo que significaba que el establecimiento era de clase superior no, lo siguiente. Que en esa misma mesita con la caja, junto al cartel, vendían los emparedados vegetales, envueltos en papel transparente. Que las mesas eran de espejo y que una vez conseguí que mi abuela Pepa me invitara a merendar un bolado.

He encontrado una dirección web con la historia de Maíz que tiene además muchas fotos.

El segundo recuerdo es cuando mi abuela me recordaba, cada vez que pasábamos por Los Italianos de Garibay y le insistía con que me comprara uno, y alguno cayó, que en sus tiempos de niña, “en San Sebastián había dos tipos de niños, los que comían helados y los que mirábamos como los otros niños se los comían”. Yo pensaba que aquella infancia sí que tenía que ser dura.

El tercero es de cuando entraba en la cocina de mi abuela Ale y me pasaba horas viendo como hacía croquetas de merluza, y moka de postre. Unas recetas que no sé si se habrán perdido. Tengo que preguntar.

El último recuerdo ha surgido gracias a una conversación en Twitter con Aingeru Mungía, amigo de la infancia y vecino en el Paseo de Vizcaya, que antes se llamaba Juan de Olazabal.

En efecto, era todo un mundo, como este de escaparates, bolados, panchinetas y huevo hilado que sigue vivo en nuestros recuerdos. Y aprovecho para preguntarte:

¿Cuáles son tus dulces recuerdos de tu infancia? ¿Tu helado favorito en Donosti? ¿Tu postre favorito de la ama o de la abuela? ¿Cuál es tu pastel o tu bollo que te vuelve loco?

Y más difícil todavía, ¿Cuál es o ha sido y será la mejor pastelería de Donosti?

En Twitter #DulceDonosti

Regreso a la ortodoxia punk

Sobre el autor

Nacimos en Donosti con el Baby Boom de los sesenta y nos encontramos en mitad de todo: de nuestra vida, de nuestros sueños y de nuestros fracasos. Es hora de recuperar la ilusión perdida y nada mejor que un regreso a la ortodoxia Punk para criticar todo con una sonrisa.


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