La historia nos muestra cómo hemos llegado a ser lo que somos y tener lo que tenemos. Conocer nuestro pasado nos enseña los errores que no debemos repetir y también nos aclara que la naturaleza humana no sabe abstraerse de los impulsos que nos llevan a cometer muchos de esos errores. En la suma de los siglos van surgiendo hechos y nombres propios que cimentan nuestra memoria individual y colectiva, nuestro presente, nuestra cultura.
I
Hace 2500 años andaban a tortas los atenienses y los persas en la I Guerra Médica. Antes del asedio final, el poderoso ejército invasor persa había amenazado con saquear Atenas, violar a las mujeres y asesinar a los niños, así que, al mando de Milcíades II el Joven, las tropas griegas se dirigieron a la llanura de Maratón, al noreste de la capital, para trabarse en la batalla en inferioridad numérica. Ante el peligro de una derrota, las mujeres pactaron que si no tenían buenas noticias en un plazo concreto, ellas mismas sacrificarían a sus hijos para después suicidarse.
La batalla favoreció a los atenienses, aunque la contienda se alargó más de lo esperado, lo que hizo temer un desenlace terrible si no conseguían avisar a tiempo a sus mujeres.
En una mezcla indisoluble de historia y de leyenda, sabemos que el general Milcíades mandó recorrer los aproximadamente cuarenta kilómetros que separan las ciudades de Maratón y Atenas a un mensajero llamado Filípides. La agónica carrera llevó al emisario hasta sus últimas fuerzas, y tras alcanzar su objetivo y decir algo así como “¡hemos vencido!” murió de agotamiento.
II
No sé qué bibliografía habría llegado a manos del barón Pierre de Fredy de Coubertin en el siglo XIX cuando sumó una carrera de ultrafondo a las pruebas de los primeros Juegos Olímpicos de la Era moderna. La cuestión es que, en honor a la legendaria hazaña de Filípides, la distancia elegida fueron los cuarenta kilómetros que recorrió el héroe, dando origen a un fenómeno que con el tiempo ha trascendido más allá del olimpismo y que ha calado en la sociedad.
¿Y por qué ahora se corren 42195 metros? ¿Por qué una distancia tan rara y tan precisa? ¿Herencia de los ingleses y sus medidas, como tantas otras en el Atletismo y en otros deportes? No, porque en millas tampoco cuadra; un maratón actual mide 26 millas y 385 yardas. Entonces, ¿quién inventó ese número?
Los primeros maratones olímpicos tuvieron distancias variables en función de los recorridos elegidos (40000 metros en Atenas’1896, 40260 en París’1900, 40233 en San Luis’1904, 42195 en Londres’1908, 40000 en Estocolmo’1912, 42750 en Amberes’1920). En 1921, la Federación Internacional, fundada en 1912, decidió que la distancia oficial para los Juegos de París’1924, y ya para siempre, fueran los 42195 metros que se habían corrido en Londres’1908. Ignoro los motivos de una decisión tan extraña (extraña para mí, al menos).
¿Pero no hemos quedado que los ingleses no tuvieron nada que ver? Pues sí y no, porque no fueron sus medidas las responsables sino los caprichos de su monarquía.
El maratón de Londres’1908 iba a ser más largo de lo habitual porque iba a medir los aproximadamente 42 kilómetros
que separaban el castillo de Windsor y el estadio White City de Shepherd’s Bush. La familia real no quiso perderse la salida y ésta se colocó bajo los balcones del castillo. En el estadio, la reina Alejandra pidió que la meta llegara hasta su palco para no perder detalle del final de la prueba. El movimiento de líneas de salida
para aquí y de llegada
para allá dio como resultado las casuales 26 millas y 385 yardas. A falta de la curiosa decisión de 1921 los 42195 metros ya se habían “inventado”, y algunos corredores, acordándose del
regalito de la familia real británica, gritaban un sarcástico “¡VIVA LA REINA!” al paso por el kilómetro cuarenta.
III
El 24 de julio de 1908, a las dos y media de la tarde y con una temperatura de 26 grados, cincuenta y seis participantes de dieciséis países tomaron la salida de aquel maratón olímpico en Londres. Inicialmente, los ingleses Tom Jack, Fred Lord y Jack Price tomaron las primeras posiciones. Mediada la carrera era el surafricano Charles Hefferon quien dominaba. El indio canadiense Tom Longboat tomó el mando, pero tuvo que retirarse víctima de algún brebaje que le habían dado sus propios preparadores. El calor hizo mella y los abandonos se multiplicaron (sólo llegaron 27 corredores a la meta). A falta de unos kilómetros Hefferon y el italiano Dorando Pietri eran los que parecían tener opciones a la victoria, cuando Hefferon cometió el error de aceptar una copa de champán para saciar su sed que le dejó el estómago hecho polvo. Así las cosas, Dorando Pietri entró en el estadio con varios minutos de ventaja sobre sus perseguidores… y todo cambió.
Dorando Pietri llegó tan justo de fuerzas a la pista del estadio que, tambaleándose, giró en sentido contrario a la meta. Cuando los jueces consiguieron dirigirle en la dirección correcta se desplomó. Jueces, periodistas y policías le rodearon. Pietri se levantó. Volvió a caer. Cinco veces
se desmoronó Pietri ante el estupor general. El público, dividido, exigía por un lado que se le ayudase y por otro recordaba lo antirreglamentario de esa ayuda. Cuando le quedaban treinta metros para alcanzar la línea de meta, el norteamericano
John Hayes llegó al estadio y todo se precipitó. Los jueces decidieron
ayudar al moribundo y Pietri fue llevado casi en volandas los últimos metros. Tras cruzar la meta se desvaneció. Había necesitado diez minutos para recorrer los últimos 350 metros.
John Hayes
llegó 32 segundos más tarde que Pietri, aunque la lógica reclamación estadounidense hizo que el italiano fuese descalificado. A Dorando Pietri se lo llevaron
en camilla, John Hayes dio una vuelta de honor al estadio
a hombros de sus compañeros de equipo. Sin embargo, la descalificación del italiano agonizante causó tal estupor que la reina Alejandra decidió premiar a Dorando Pietri con una copa de oro que le fue entregada al día siguiente:
“No tengo un diploma, ni medalla, ni rama de roble que daros, señor Pietri, pero para que todo lo que os llevéis de nuestro país no sean malos recuerdos, tomad esta copa de oro en prueba de nuestra admiración por vuestra gesta.”
Dorando Pietri se convirtió en una celebridad y es, probablemente, el más famoso “no campeón” de la historia de los Juegos Olímpicos. El diario “Daily Mail”, a iniciativa de Arthur Conan Doyle (famoso posteriormente por escribir las historias de Sherlock Holmes), inició una suscripción popular a favor de Pietri y recaudó 300 libras. Irving Berlin, futuro autor de “Navidades Blancas” compuso una canción titulada “Dorando”. El tenor italiano Enrico Caruso dibujó una caricatura del corredor en un periódico italo-americano. En Italia fue agasajado con poemas y festejos. Y en Carpi, su ciudad de residencia, se organizó una colecta que recaudó una pequeña fortuna.
Aunque para lo que aquí nos interesa, es decir, el Atletismo, prefiero destacar que gracias a las figuras de Pietri, de Hayes y otros atletas, y gracias a los ecos de aquel maratón olímpico de 1908, se escribieron algunas curiosas páginas que actualmente creo que no son muy recordadas.
IV
Ha pasado más de un siglo y aquel maratón olímpico sigue siendo una de las carreras más emblemáticas de la historia. A ella debemos la distancia tal y como la conocemos actualmente y a ella debemos la primera “edad de oro” que conoció la prueba del maratón.
En los meses posteriores a los Juegos se disputaron en Europa algunos maratones sobre la distancia de 42195 metros. En Milán se corrieron dos. El italiano
Giuseppe Losi ganó el primero con una marca de 2h.54’06” y el francés
Henri Siret el segundo con 2h.42’00”. Aunque el gran apogeo llegó al otro lado del Atlántico. Puede parecer normal que la verdadera fiebre por el maratón se viviera en los Estados Unidos, la curiosidad llega al saber que no fue por sus calles sino en pista cubierta: ¡¡MARATONES INDOOR!!
El Madison Square Garden de Nueva York organizó una “revancha olímpica” entre el italiano Dorando Pietri y el estadounidense John Hayes, considerados ya como profesionales del Atletismo. La carrera se celebró el 25 de noviembre de 1908 ante miles de espectadores. La pista tenía una mareante cuerda de 160’93 metros (diez vueltas sumaban una milla) y se programó la distancia de 42195 metros (o 26 millas y 385 yardas). Pietri ganó el desafío con un registro de 2h.44’00”, sólo 45 segundos menos que el campeón olímpico Hayes.
Animado por la victoria, Pietri corrió cuatro maratones en las siguientes cinco semanas, con triunfo del canadiense
Tom Longboat en dos de ellos. En abril de 1909 se disputó una nueva revancha en el Madison Square Garden, en una carrera que se conoció como
“Maratón de maratones” y que juntó a los mejores profesionales de la época. Venció el francés
Henri Saint-Yves con 2h.40’50”, con Pietri en segunda posición y Hayes en tercera. En su gira americana, Dorando Pietri corrió veintidós carreras en 165 días, en distancias comprendidas entre las diez millas y el maratón. Venció en diecisiete de ellas. En mayo de 1910 corrió su último maratón en Buenos Aires enfrentándose a los mejores especialistas sudamericanos y ganó la prueba en 2h.38’48”, marca personal.
Tanto por su descalificación olímpica como por sus carreras posteriores,
Dorando Pietri fue la figura clave en el éxito que encontró el maratón en la primera década del siglo pasado. Los maratones indoor se pusieron de moda y se celebraron carreras en Estados Unidos, Canadá, Reino Unido o Alemania. La moda duró poco. El avance de aquellas gestas deportivas cayó en las zanjas de la I Guerra Mundial, los aplausos pasaron a ser bayonetas, el sudor volvió a ser sangre. Es el triste eje sobre el que gira el planeta Tierra.
Afortunadamente, entre ejes y ejes el mundo también avanza, también progresa y también nos permite calzarnos unas zapatillas y convertir nuestros sueños en sudor y nuestro esfuerzo en recompensa. Yo admiro con fervor a cada hombre y mujer que se enfrenta a los 42195 metros. Es la guerra suprema contra uno mismo y sus miedos, la libertad de sentirse dueño del esfuerzo personal. Yo propongo desde aquí a todo aquel que llegue a la meta de un maratón, o al pasar por el kilómetro cuarenta, que se reivindique a sí mismo y a su república individual al grito de “¡¡VIVA LA REINA!!”.