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Alberto Moyano

El jukebox

No tengo reparación, ni justicia, aunque sí memoria

ETA se ha muerto como Oscar Wilde: por encima de sus posibilidades. Abrumado por el indiscriminado reparto de méritos que cuelga de la solapa de esta proeza histórica en el que todo quisqui proclama haber jugado modestamente un papel esencial, enarbolo la bandera blanca, confieso mi irrelevancia vocacional en este asunto y me repliego a mis cuarteles de invierno -las palabritas- para contar una pequeña historia del país.


Y no es otra que la de las circunstancias que atañen a la muerte de José Antonio Cardosa Morales, desintegrado por una carta-bomba el 20 de septiembre de 1989 en Errenteria. Privado de la verdad, José Antonio se ha quedado también sin memoria, verdareparación y justicia. Sobre estas tres últimas poco tengo que decir, pero sobre la primera, sí, por lo tanto, allá voy.


Cardosa era un veinteañero objetor de conciencia y cartero eventual. A mediodía de aquella fecha, repartía las cartas sin saber que las suyas saldrían bastos. La bomba le explotó en las manos cuando apretó un sobre para introducirlo a través de la ranura de un buzón. La carta iba dirigida contra un militante de Herri Batasuna que había conseguido la condena por torturas de un tristemente famoso comisario de Policía, que en sumomento había saludado la sentencia prometiendo que alguien acabaría en la cuneta.


En materia de funerales, los vascos hemos alcanzado una variedad incidental impropia de un pueblo tan pequeño, pero la experiencia es un grado. En el de Cardosa, se dieron cita los simpatizantes de la Izquierda Abertzale -denunciando otro episodio de ‘guerra sucia’- y las autoridades -condenando el nuevo atentado de ETA-. Ni que decir tiene que los primeros intentaron agredir al entonces gobernador civil, Goñi Tirapu, y que sus guardaespaldas sacaron las pistolas y le pegaron un tiro en la pierna a uno de asediadores.


Por supuesto, nunca hubo reivindicación del atentado, ni sospechosos, ni detenidos, ni juicio, ni condenas. Algún mal pensado diría que ni investigación. Sólo hubo un manto de silencio, todo lo cual, ha permitido que veintidós años y un mes más tarde, el nombre de José Antonio Cardosa Morales figure, contra toda evidencia, en cada una de las listas de víctimas de ETA que se publican hoy.


La justicia será asunto de los tribunales, la reparación compete al Gobierno y la memoria apela al conjunto de la sociedad, pero como dejemos la verdad vivida en primera persona en manos ajenas, nos humillaremos zampándonos un relato en el que la dejadez, la falta de rigor y los intereses bastardillos harán síntesis para negarnos que cada muerto fue -es- un caso individual y que en los pliegues y detalles de cada historia anida la verdad histórica. En su lugar habrá quien prefiera mezclarlo todo y propinarnos una compota podrida. Proclamar que a José Antonio Cardosa no lo mató ETA es tan sólo otra forma de recalcar que a otros sí los mató ETA.


Esta historia se cierra con una anécdota dentro de la anécdota: el hijo de Goñi Tirapu huyó algún tiempo después, acusado de colaboración con ETA, y lo siguiente que supimos de él es que aún no se ha presentado al Premio Euskadi de Literatura. De alguna forma, sospecho que en este episodio se oculta algo importante para la comprensión de cuanto ha sucedido. Simplemente, no consigo averiguar qué podría ser. Al fin y al cabo, ya lo dice el refrán: la memoria es la inteligencia de los tontos y yo me confieso uno de los mejores de esta especie.


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