Yo confieso: siento debilidad por los alcaldes. La alcaldía es la figura política más complicada, más cercana, más castigada. El alcalde ideal tiene siempre los pies fijos en el suelo («¡eh, alcalde, arregla el bache de mi calle!») pero la mirada abierta al horizonte («¡eh, alcalde, cuéntanos cómo va a ser la ciudad dentro de dos décadas!»).
Hace casi treinta años llegué por primera vez como Tribulete al Ayuntamiento de Donostia. Conocí lejanamente a Alkain, el aitona entrañable que tuvo que inventar qué era eso de un ayuntamiento democrático. Viví de cerca la singladura de Labayen, el hombre empeñado en que aquel San Sebastián que parecía Belfast se convirtiera en Montecarlo. Albistur hizo socialdemocracia escandinava con toque navarro. Y luego, el odonismo: veinte años en el puesto convirtieron a Elorza en animal mitológico. Como el dinosaurio de Monterroso, él siempre estaba ahí. Ahora gobierna Juan Karlos Izagirre, que practica poco la iconografía de alcalde, rodeado siempre por su guardia de corps. O algo así.
Se ve que la alcaldía produce melancolía. Esta semana se ha presentado un libro que rescata del olvido la figura de Fernando Sasiain, alcalde de San Sebastián durante la Segunda República. Es una historia apasionante: Sasiain impulsó en esos años convulsos proyectos clave para esta ciudad, desde el Museo de San Telmo hasta el edificio Easo, recuperó para Donostia el Palacio de Miramar e inició la zona hospitalaria de Amara. Había luchado por la llegada de la República (en la foto se le ve con Alcalá Zamora por las calles donostiarras) y fue uno de los que más pelearon por un Estatuto de Autonomía.
Pero Sasiain tuvo la mala suerte de vivir en el momento equivocado, como dicen los autores del libro, Xabier Urmeneta e Iñaki Markez. Era un hombre de diálogo y de paz, y vivió años terribles. Sufrió varias depresiones siendo aún alcalde, luego vivió el exilio, el olvido y el ingreso en varios hospitales psiquiátricos, con el poético diagnóstico de «melancolía alguda». Falleció en 1957 en Palencia y quedó en el olvido.
Fue precisamente el alcalde Elorza quien rescató su figura y le dedicó una calle. Hace unos meses hubo un acto de homenaje en San Telmo y ahora sale este libro que además de la biografía de este idealista (hijo de tolosarras, por cierto) es un paseo por la historia de Donostia y del País Vasco. Carne de una gran película si aún quedara aquí industria audiovisual potente.