(Los vídeos para ‘reconstruir’ el concierto son de distintos autores y disponibles en Youtube. Solo dos, probablemente los más lamentables, pertenecen a Mon Oncle)
Electricidad es una palabra que parece imprescindible para relatar el concierto de Neil Young & Crazy Horse en Biarrtiz, dentro del BIG Festival, el pasado jueves. No sólo porque Neil Young dedicó el concierto a su faceta más guitarrera, con la excepción de un intermedio acústico, sino porque cada vez se deja llevar más por el puro sonido creado por los pedales y amplificadores después de pulsar las cuerdas. Todo guitarrista ha usado el feedback y la distorsión, pero nadie consigue el genuino sonido de Neil Young, esa extraña mezcla de ruido y emoción. Es uno de los mejores guitarristas de la historia, sin ser ningún virtuoso, ni mucho menos, más bien hace gala de su primitivismo en la digitación: su virtud es el sonido. Y la pasión.
Empezar un concierto con Love and Only Love y Powderfinger es, para uno, un climax casi insuperable. Ni con 30 canciones nos daría para dar con el set ideal, pero esas dos estarían sin falta. Siempre he pensado que Love and Only Love era perfecta para comenzar un concierto, con esa sucesión de estrofa-estribillo y solo de guitarra, con ese bajo trotón; una canción que quieres que no acabe nunca, perfecta para dar al público de entrada una cabalgada en la pura esencia eléctrica y emocional de Neil Young & Crazy Horse. Y Powderfinger es tan tan bonita, que no se puede explicar. Otra canción inagotable.
Así que uno tenía la sensación de plenitud ya a los quince minutos de concierto. Todo lo que viniera después, bienvenido sería, caballo ganador. Y el resto fue espléndido también, aunque no de tanta concentración. Si algo se le puede achacar a este concierto de Neil Young es que la intensidad no es plena y constante, y que el repertorio es mejorable. Aclaremos: fueron dos horas apasionantes que pocos pueden ofrecer con esa personalidad, esa autenticidad y esa humildad en quién ha influído decisivamente en una generación tras otra, y además tan distintas como la del folk, la del country y la del grunge. Y, bueno, para qué seguir.
El caso es que, al igual que en sus últimos discos, Neil Young & Crazy Horse se lo toman como un grupo de amigos jóvenes en el garaje, tocando por el placer de tocar, haciéndose compañía. Y dejándose llevar. Eso es maravilloso por un lado, pero resta algo de intensidad al concierto. Y aunque uno adora los infinitos punteos de Neil Young, y podríamos estar electrizados por él horas, días, no es lo mismo la intensidad de un Cowgirl in the Sand, un Words, un Like a Hurricane, un Down By the River (no tocó ninguna de ellas), que los desarrollos más dispersos de Ramada Inn o Walk like a Giant, aunque fueron muy buenos momentos del concierto, con sus quince minutos cada una, y una ‘tormenta’ de feedback al final de la segunda durante varios minutos, acompañada por la dispersión de papeles por el escenario con ventiladores, y rayos y truenos en la pantalla.
Tras Pyschedelic Pill y Walk Like a Giant (llevábamos 45 minutos de concierto y solo cuatro canciones), llegó el descanso acústico, que empezó con Hole in the Sky, porque Neil Young que hace estrictamente lo que le da la gana y demuestra que nunca ha vivido de rentas ni está dispuesto a complacer al público por la vía del greatest hits. Y se permite tocar canciones que aún no ha publicado, como la muy bonita y prometedora Hole in the Sky. Heart of Gold, fue el momento de ‘comunión’ que todo el público estaba esperando, y el autor de tan inmarchitable belleza la hizo muy suave y sentida, magnífica. A continuación, la discutible Blowing in the Wind. Porque si bien en el magno disco Weld, Young remozaba el clásico de Bob Dylan de forma eléctrica y como ‘suspendida’, en Biarritz la hizo igual que la versión original, aunque con su propia, inevitable personalidad. Bonito, pero uno no pudo evitar la sensación de que estábamos ‘perdiendo el tiempo’ (con todas las comillas del mundo, por supuesto) pudiendo tocar en su lugar las decenas de canciones que Neil Young tiene mejores que Blowing in the Wind (vale, le tengo un poco de manía a esa desgastadísima canción, muy emblemática pero que ni siquiera me parece de lo mejor de Dylan). Todo se solucionó con el regalazo de Human Highway, esa preciosidad de Comes a Time que no había tocado hasta ahora en esta gira y que, según las estadísticas youngianas, no acometía en directo desde un concierto de 2009.
Otro momento conmovedor, como solo sabe conseguir Neil Young con sus sencillos acordes de piano, su voz, y los coros de los Crazy Horse, fue Singer Without a Song, otra canción inédita.
Y volvieron a tronar los amplis con Ramada Inn, y ese silbido cíclico que conduce su largo desarrollo. Neil Young & Crazy Horse debe ser el único grupo al que le sobra tres cuartas partes de escenario. Haciendo gala de ese desprecio por las ‘obligaciones’ de los conciertos de estadio, y por los trucos y reglas para conseguir el supuesto ‘concierto perfecto’ e interactuar con el público, lo encaran todo a su modo: juntos como un auténtico grupo, mirándose y admirándose unos a otros. Los micros de Frank Sampedro (guitarra), Billy Talbot (bajo) y Neil Young están tan cerca entre sí como si estuvieran en un bar. Y en cuanto dejan de cantar se ponen en círculo alrededor del batería Ralph Molina, y gozan unos de otros. Tanto es así que uno siente envidia de Frank Sampedro, tocando sus acordes de fondo tranquilamente, mientras jalea a Neil Young y disfruta de los punteos del maestro como el mayor fan y a unos pocos palmos de su guitarra.
En el tramo final no cayeron Cortez the Killer, ni Cinnamon Girl, ni Everybody Knows This is Nowhere. De hecho, fue un concierto sin apenas material de los 70, de esa increíble colección de obras maestras que van de Everybody Knows This is Nowhere (1969) a Rust Never Sleeps (1979), aparte de las citadas Heart of Gold y Human Highway y la elegida para cerrar la noche. Se decantó por la punk-folk Sedan Delivery y otro rescate insospechado (aunque lo viene haciendo a menudo en esta gira), Surfer Joe and Moe The Sleaze, del tantas veces denostado pero que algunos siempre hemos defendido, el atrevido y retador Re-ac-tor (1981). Aún así, no son de las mejores canciones de sus respectivos discos.
Y como traca final, un Rocking in the Free World celebradísimo por todo el público (que no estuvo en general demasiado efusivo, quizas producto de la alta media de edad, había pocos veinteañeros lamentablemente) con todo su carácter de himno que lleva implícito en su título y que se ha ganado con el tiempo y con todos los honores (aunque, ay, yo la he visto siempre como una canción un poco facilona y de cansino estribillo).
Entiéndanse los ‘peros’ que le he puesto al concierto en su justa medida: estamos hablando de que la velada no fue de 10, sino de 9. Que Neil Young es, con Elvis Costello, Nick Cave, Peter Hammill, Bruce Springsteen y pocos solistas más, de los que te garantizan un concierto siempre cercano al éxtasis, siempre distinto, siempre auténtico, siempre dándole todo el sentido a la experiencia live, y con un bagaje inmenso de canciones donde elegir. Como ellos, Neil Young puede hacer cualquier repertorio (y de hecho lo cambia todas las noches) y siempre estará bien, aunque no te toque el repertorio soñado.
Ver a Crazy Horse en tan buena forma y disposición, con su inigualable y auténtico sonido, y un Neil Young que sigue poseyendo la mayor rabia y la mayor delicadeza al mismo tiempo, bajo su sombrero negro que deja entrever sus pelajos de hippie irredento que ha aplastado todas las convenciones y reglas de las distintas tribus de la música, y continúa siendo ejemplo y estandarte a seguir, es un placer inagotable. Quizás no fue completo en el sentido de mostrar todas la diversidad de sus facetas, y en ese sentido me quedo con los conciertos que vimos en el Primavera Sound de Barcelona y al día siguiente en San Sebastián, en mayo de 2008. O con aquella mítica ‘primera vez’ en Bilbao en abril de 1987. Pero, insisto, estamos hablando de gradaciones del sobresaliente.
El regreso para el bis sí incidió en lo mítico: un recuerdo a sus inicios, con el Mr. Soul de Buffalo Springfield, y un Hey Hey My My que sólo con el característico feedback inicial ya nos produjo el escalofrío habitual de tan legendario y emocionante riff a los que lo esperábamos con los dedos cruzados. Colofón perfecto.
Muchos, arrastrados por la emoción de ver de nuevo (o por primera vez) al ídolo, tuvimos la actitud de asistir más a una actuación de Neil Young & Crazy Horse con teloneros, que a un festival. Actitud sin duda injusta para un cartel muy notable, que comenzó con John Berkhout (no llegamos a verles). Jonathan Wilson provocó algún nerviosismo entre los que iban entrando en el recinto y aún no veían el escenario: el mimetismo de su voz y sus canciones con las de Neil Young es a menudo tan fuerte que más de uno se asustó creyendo que la estrella ya estaba en el escenario, aunque faltaban tres horas para su aparición. Wilson tiene canciones muy bonitas y el espíritu hippie-setentero-Laurel-Canyon metido hasta la médula. Aunque a veces cuesta distinguir su personalidad entre tanta influencia, se disfrutan plenamente sus canciones así, en un atardecer de verano (aunque no había la increíble puesta de sol de postal californiana que se encontró cuando actuó en San Sebastián en el Jazzaldia y él mismo miraba asombrado). Gary Clark jr. tiene parecidas virtudes y handicaps: al principio de su actuación parecía que habíamos sustituido a Neil Young por Jimi Hendrix (luego el guitarrista de Crazy Horse llevaba una camiseta de Hendrix: se cerraba el círculo). Su blues-rock-soul tiene mucha garra y es todo un virtuoso a la guitarra, mejor cuando controla el volumen y la distorsión que cuando se acerca al hard-rock pero también fue una actuación muy disfrutable y pertinente.
El estadio, con buena parte de la hierba a la vista, y vallada (¿habría unos 8.000 espectadores en total) fue un cómodo escenario veraniego (a pesar de su extraño plástico para cubrir el césped), aunque algunas cuestiones de la organización eran francamente mejorables. Que a estas alturas no haya un programa con el orden y horario exacto de la salida de los grupos a escena, resulta insólito. Tampoco había indicaciones en la web de lugares para aparcar, ni señalización in situ del laberíntico recorrido hasta las puertas y ni siquiera se indicaba de ningún modo dónde estaban las dispersas taquillas ni la función de cada una de ellas (la de recogida de entradas de internet parecía un lugar secreto). Los WC, también escasos y en un solo punto. Y para colmo, nos tocó un bar en el que te servían la cerveza y la cocacola caliente. En el siguiente no había botellines de agua. A cambio, la comida parece que era muy rica y variada. La fiesta siguió al día siguiente con un programa muy distinto, comandado por Wu Tan Clang y hoy termina con George Clinton, de la familia Funkadelic, como máximo atractivo.