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Ricardo Aldarondo

Mon Oncle

Jazzaldia (y 4): John Zorn: Masada Marathon, máxima intensidad

Ha pasado más de una semana y la sensación sigue siendo rara, como si el John Zorn: Masada Marathon, con sus 4 horas 45 minutos de duración hubiera pasado en un suspiro, tan rápido que no te ha dado tiempo a verlo/oirlo; y también lo contrario, se diría que hubo tanta música y tan intensa en ese tiempo, tantos intérpretes extraordinarios (uno por uno merecían su propio concierto), que parece que uno no termina de asimilar todo lo que trajo John Zorn con su vendaval de amigos.

En la crítica en El Diario Vasco (apresurada, literalmente escrita sobre la marcha y con el agobio de entrar a tiempo antes de que se pusiera en marcha la rotativa), y en los tuits que intercambiamos algunos esa noche, ya agotamos, individual y colectivamente, todos los adjetivos más desaforados: a falta de definir todo lo que descargaron las doce formaciones a borbotón, acudíamos a lo supremo: impresionante, colosal, irrepetible, lo nunca visto/oído, el mejor concierto de la historia del Festival de Jazz de San Sebastián… Ese tipo de cosas se oyeron y dijimos.

Fue, desde luego, único. La estructura del concierto era inusual, y no solo porque tocaran doce bandas durante 20 minutos aproximadamente cada una, sino por lo que eso significaba, y la forma en que todos los músicos se tomaban la regla: no había tiempo que perder, cada uno debía dar lo mejor de sí mismo, con lo que cada intervención se convertía en una especie de extracto de los momentos de climax que suele tener cualquier buen concierto. Es decir, el éxtasis era permanente. Esto debería ser a la vez un handicap: igual que una película que pretenda lograr en todas y cada una de sus secuencias la máxima tensión o la más frenética acción acaba resultando aburrida, por lineal, permanecer cuatro horas y pico en máxima intensidad musical debería acabar abrumando, cansando, anulando las ganas de aguantar tanta excelencia. Y sin embargo no fue así. Quizá por la variedad estilística de todas las formaciones, a pesar de estar interpretando todos a un mismo autor, John Zorn, el caso es que ese enardecimiento permanente no resultaba cansino para el espectador, sino apasionante.

Como en aquellos anuncios de coches, cada una de las doce maquinarias pasaba de 0 a 100 en un par de minutos. Si te parecía que Banquet of Spirits, por ejemplo, habían empezado normalitos, en menos de cinco minutos ya estabas fascinado con los cambios de registro que iban aportando, más allá de la sucesión de cachivaches percusivos o silbantes de Cyro Baptista, algo circense en el inicio, y absolutamente convincente unos minutos después. Además el cambio de una formación a otra era tan veloz que ni te daba tiempo a comentar algo con los amigos; mucho menos a salir de la sala, en ese caso te perdías al siguiente grupo.

Predominó la raíz judía que está en la base de las composiciones de John Zorn agrupadas en los libros Masada y Book of Angels, pero la aproximación es tan distinta en unos y otros (y entre las propias composiciones) que acabó sonando de todo: jazz ortodoxo (digámoslo así), un free jazz perfectamente compuesto (valga la contradicción), clásica contemporánea, lounge music, mucho klezmer por supuesto, rock progresivo, metal, gospel, funk abrasivo, surf tarantiniano… en fin, una amalgama tan disparatada como perfectamente coherente. A ello está acostumbrado cualquiera que haya seguido mínimamente la carrera de John Zorn. Hay que añadir que el sonido fue espléndido durante todo el concierto y no hubo disonancias ni desniveles a pesar del reto que suponía estar continuamente cambiando los instrumentos y la disposición de muchos de los 32 músicos participantes.

MASADA QUARTET: Desde el principio tuvimos que acostumbrarnos a lo más duro de la noche: la frustración de tener delante un grupazo de la talla del que forman Dave Douglas (trompeta), John Zorn (saxo), Greg Cohen (contrabajo) y Joey Baron (batería) y que apenas pudiéramos hincarle el diento. Claro, que esos 20 minutos valieron más que un concierto entero de tantísimos otros, pero hay muy pocas oportunidades de verles en directo y que fuera tan fugaz tenía su punto angustioso… Pero eran las reglas del juego. Y ver a John Zorn lanzado como un misil, haciendo sordina con su pierna en la boca del saxo en gestos como patadas, maravillosamente acoplado con Dave Douglas en las melodías conjuntas y los duelos a espada, dirigiendo al mismo tiempo con una de sus manos las rupturas permanentes de ritmo y forma del segundo tema, y disfrutando como un espectador más en el tercero, casi asombrado de la alta temperatura que habían conseguido en unos minutos, fue un enorme placer. John Zorn solo tocó con el primero y el último de los grupos, dejó a varias formaciones solas en el escenario, y dirigió a las demás de forma harto peculiar. El batería Joey Baron, el más activo, acabó tocando en cinco de los doce miniconciertos, con su permanente sonrisa desbordada.

DUO SYLVIE COURVOISIER / MARK FELDMAN: El sonido que Mark Feldman saca a su violín es como de otro mundo. De una finura y agudeza inauditas. Al mismo tiempo hace verdaderas filigranas, por sí mismo y en asombrosa conjunción con la pianista Sylvie Courvoisier, furia y delicadeza al mismo tiempo, cambiando de registro instantáneamente. Un prodigio de técnica, belleza y pasión.

BANQUET OF SPIRITS: El líder del grupo, el hiperactivo percusionista Cyro Baptista tocó tantos cachivaches en los primeros minutos que parecía que le iba a sobrar medio concierto, desde lo que parecían juguetes infantiles a un bombo enorme que se diría que había traído solo para darle un par de golpes. Pero lo que pareció en un primer momento exhibición y música más convencional, se trasmutó veloz y continuamente a lo largo de su intervención, sobre todo cuando el bajista Shanir Blumenkranz tomó el protagonismo de forma sorprendente, con un extraño y fascinante sonido, arrastrando a toda la banda a un intensa mezcla de klezmer, rock progresivo y jazz-fusión de lo más vibrante. Y, ahora sí, Cyro Baptista coronando la energía juvenil del batería Tim Kelper,  con su arsenal al servicio de su imaginación y rapidez. Un crescendo imparable hasta el éxtasis final.

MYCALE: Lo único que supuso un poco de bajón, una sensación de intermedio liviano que no encajaba del todo en el menú. Dicen que tiene su sentido que Zorn incluya en el maratón a estas cuatro chicas que cantan a capella, porque son las únicas entre todas las formaciones, que viven en Israel. Muy meritorio su dominio vocal, pero fue el único caso en que la duración de su intervención fue suficiente.

BAR KOKHBA: Hubo un ligero cambio en el orden sobre el programa impreso, y antes que David Krakauer salió el imponente sexteto en que hacía su primera aparición de la noche Marc Ribot, con sus punzantes y apasionantes solos. A su lado se había sentado John Zorn, supuestamente para dirigir, pero actuando más como hooligan (bueno) en un partido de fútbol: les jaleaba, les hacía gestos instigadores con el brazo, y a Ribot incluso le daba en la pierna como pidiendo más caña con todo su cuerpo. El cello de Erik Friedlander, y de nuevo el violin de Mark Feldman, se enroscaron en los sinuosos y seductores ritmos haciendo preciosidades, en uno de los momentos con mayor sabor klezmer.

DAVID KRAKAUER ‘ANCESTRAL GROOVE’: De David Krakauer sorprendió sobre todo que con un instrumento aparentemente fino y delicado como el clarinete, pueda desplegar semejante fuerza. Empezaron con aplastante ritmo funk y Krakauer ya soplando a plena potencia en las notas agudas, algo que aún aumentaría en intensidad a lo largo de su concierto, y en el momento en que estuvo manteniendo las notas sin pausa durante un par de minutos, respirando sin dejar de soplar según denotaban los movimientos de músculos de sus mofletes y garganta. Pero no solo él, toda la banda resultó arrolladora.

Se encendieron las luces para un descanso no anunciado (entre grupo y grupo permanecían prácticamente apagadas, como si fuera un cambio de canción y no de banda) y uno aprovechó para escribir parte de la crónica para el periódico, por lo que me perdí al primer grupo de la segunda mitad, SECRET CHIEFS 3. Por lo que oí en el monitor del hall, y lo que comentaba luego el personal, una descarga asombrosa de rock progresivo, metal y jazz que dejó aplastado a más de uno.

ERIK FRIEDLANDER. Sólo con su cello gris oscuro, en elegante conjunción estética con su traje, Friedlander nos mantuvo en vilo en todo momento, moviéndose en terrenos algo más cercanos a la clásica, pero desplegando en todo momento la capacidad de sorpresa. Muy bonito.

THE DREAMERS. El sonido dominante del vibráfono de Kenny Wollesen, con la guitarra de Marc Ribot como escudero, marca el tono afable y acogedor de la faceta más melodiosa de las composiciones de John Zorn. Una delicia total, de nuevo con Zorn dirigendo, aunque al final también alcanzó algún momento de furia.

MASADA STRING TRIO se situaron en serio semicírculo, con el extravagante añadido de John Zorn sentado entre ellos en el suelo, como un niño con las piernas cruzadas, mirando a los músicos hacia arriba en señal de admiración y esta vez más comedido, casi desapercibido hasta la última parte. Tres músicos de cuerda que ya habían pasado por el escenario Erik Friedlander, Mark Feldman y Greg Cohen en prodigiosa armonía, de nuevo con el sonido cristalino y emocionante de Feldman sobresaliendo. Y una vez más, nos asombramos no solo con la calidad de los conjuntos, sino de las individualidades: todas sobresalían lo justo y necesario.

URI CAINE: Se presentaba solo al piano, pero en el último tema se unieron a él Greg Cohen y Joey Baron, quizás empujados por el director Zorn, que para entonces ya había mostrado de sobra que estaba exultante y, aparentemente, satisfecho de cómo estaba saliendo el fluido maratón. Uri Caine es un músico de una versatilidad pasmosa, lo hemos comprobado varias veces en el Jazzaldia pero quizás no le encajaba demasiado bien el formato, o no en ese lugar, a punto ya de alcanzar el climax final. Su actuación estuvo muy bien, pero algo menos rotunda y redonda que otras.

ELECTRIC MASADA. Y casi sin darnos cuenta estábamos llegando al final. Pocas butacas estaban vacías, no parecía que hubiera claudicado casi nadie (y alguna que lo hizo fue debido a motivos profesionales, y con harto dolor) y el octeto, de nuevo con el saxo de John Zorn al frente, lanzó una sacudida de volumen, electricidad y potencia interpretativa, verdaderamente aplastante. Un sonido brutal, pero limpio, con Zorn tocando y dirigiendo, o más bien exprimiendo a los músicos, incluida Ikue Mori, aunque la pobre no podía darle más caña a su cacharillo electrónico. Si la sensación a lo largo del maratón era de que todos lo daban todo todo el tiempo, en Electric Masada ya fue con sprint añadido. El entusiasmo del público al final estuvo a la altura de semejante entrega, y hubo un bis, remate de una tarde-noche gloriosa que, sin poner podiums, está ya entre los momentos más singulares y de mayor plenitud en toda la historia del Jazzaldia.

John Zorn no quiso que hubiera fotógrafos de prensa y solo permitió al fotógrafo del Jazzaldia, Lolo Vasco, hacer fotos del ensayo, una colección de gran importancia teniendo en cuenta lo poco que le gusta a Zorn ser retratado. También se advirtió por megafonía antes de comenzar la maratón que estaba prohibidísimo fotografiar y filmar nada del concierto, y teniendo en cuenta la fama de ‘especial’ que tiene Zorn, no parece probable que nadie se atreviera. Así que solo tenemos esto, el saludo final de los músicos.

 

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Sobre el autor

Periodista de Cultura y crítico de Cine de El Diario Vasco. Colaborador de Rock De Lux, Fotogramas y Dirigido Por...


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