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Cecilia Casado

A partir de los 50

Cómo he aprendido a estar sola

 

¿Qué decir de esas personas –en cuyo equipo yo jugué unas temporadas- que, teniendo pánico a la soledad se agarran a un clavo ardiendo (y de los que quema de verdad) con tal de no tener que enfrentarse al vacío FÍSICO de la soledad?

¡Cuántas veces habré escuchado a lo largo de mi vida la frase terrible de: “¡yo no puedo estar sola”! Expresada en femenino porque han sido mayormente mujeres quienes la han pronunciado delante de mí, porque está claro que los hombres se callan para no parecer débiles aunque luego ellos también busquen el amparo o el apaño.

Porque hay dos soledades: la física y la interior y, curiosamente, suele ser a la primera a la que mayor pavor profesa la humanidad. La otra, la interior, ésa que mata, es harina de otro costal.

De nada sirven aforismos de tres al cuarto como “más vale solo que mal acompañado” o “el buey solo bien se lame”. La cruda realidad es que, aparte del paro y el terrorismo, el ser humano parece tener miedo, lo que se dice miedo de verdad a la soledad y a la muerte, siendo ésta la soledad eterna que no es poca cosa.

Yo también fui educada para compartir mi vida: con esposo e hijos, preferentemente. Luego pasó lo que pasó y me dí cuenta de que la vida no siempre es como uno se la había imaginado (y si es así, ojo al parche que por algún lado saldrá el monstruo de las siete cabezas).

Digamos más bien que me pusieron en un camino de dependencia afectiva: a la familia primero y al matrimonio después. Si había algo que parecía ser terrible ya me lo avisaban con tiempo haciéndome ver que mi actitud ante la vida iba mal encaminada. En realidad, mi forma de ser entera estaba mal encaminada según los patrones al uso y que yo, repetidamente, me empeñaba en desafiar.

“Si no te portas bien te quedarás sola”. “Si no aprendes a ceder ningún chico se casará contigo”. “Como no cambies de carácter acabarás amargada y sola”. Y así mil dulzuras –dichas supongo que con poca mala intención- que me iban avisando de lo que me podía pasar si persistía en salirme del tiesto. Pero como en mi condición está cuestionar las órdenes que me dan (y mayormente desobedecerlas) e incluso tener mis propias ideas, pronto vi aparecer las orejas del lobo de la tan temible soledad.

Porque tenían razón, y mucha, quienes así me advertían: la sociedad te deja de lado si llamas la atención o intentas liberarte de cualquier yugo que haya sido previsto para ti. Obediencia, sumisión y asunción del lugar que ha sido asignado. Y si no, el ostracismo puro y duro. (Aquí el paréntesis necesario para precisar que, a día de hoy la cosa ha cambiado algo y ya no se ceban en las mujeres tanto como antes. Como mujer hablo pues y dentro de mi generación.)

La peor pelea que tuve con la soledad física fue cuando me divorcié y me encontré con una criatura muy pequeña “sola en la vida”. Sola, porque las amigas tenían su vida y, estando casadas, poco o muy poco podían hacer por una mujer divorciada y “sola” socialmente hablando. Las cenas impares son patéticas y alguna vez que fui al cine con un matrimonio amigo me sentía como una desclasada a la que estuvieran haciendo un favor.

Huelga decir que el concepto autoestima jugó en mi contra durante muchos años hasta que pasó a formar parte de la plantilla fija de mi equipo (y haciéndome ganar todos los partidos).

Siendo como es la soledad interior tan terrible como una agonía que no acaba, en cuanto la empecé a padecer corté por lo sano. Eso de “la terrible soledad de dos en compañía” es verdad. Doy fe. Por eso alimenté con las mejores delicatessen a mi alcance a esa niña interior que nunca se sintió aceptada y sin embargo, consiguió ser feliz. Me limité a permitirme mucho a mí misma y a darme cuenta de que cuando los demás decían “egoísmo” yo sentía que para mí era “supervivencia”.

La soledad física es otra cosa. Es la que hace que una persona en plena madurez de su vida se vea abocada a un aislamiento forzoso del resto de los seres humanos. Y eso…es matemáticamente imposible en la mayoría de los casos porque TODOS, y digo bien, tenemos a alguien al lado o cerca con quien charlar un rato, compartir un café o un paseo. Lo que ocurre es que nos encerramos en nosotros mismos y rechazamos la ayuda y el apoyo que se nos pueda ofrecer desde el exterior. La soledad interna que nos dice que somos infelices nos impele a tirarnos de cabeza en la piscina de la soledad externa para dar boqueadas de angustia y que vean los demás cómo estamos a punto de ahogarnos y que entonces, pura conmiseración, nos lancen un salvavidas que nos solucionará el problema, que no es más que de pura asunción de la realidad que nos resulta desagradable.

Cuando se pone todo lo que está en nuestras manos para encarar las vicisitudes de la vida, aunque no siempre se consigan óptimos resultados, cuando se siente que se está haciendo lo que se tiene que hacer…entonces el fantasma de la soledad pasa de largo hasta la parada siguiente, donde hallará, casi con toda seguridad, el caldo de cultivo que necesita para meter mucho miedo…a otra persona.

Conseguí vencer al fantasma de la soledad plantándole cara, no permitiéndole que se enseñoreara de mi casa ni de mi alma. “Utilizando” a quienes me querían para pedirles ayuda y escuchar y atender. Y dándome cuenta de que yo puedo ser mi mejor compañía…a poco que me lo proponga.

La vida, el mundo, la gente, no están ahí para hacerme daño a mí en exclusiva; todo lo contrario. Si miro bien, la vida, el mundo, la gente, pueden existir para darme muchos pequeños motivos de felicidad. Tan sólo hay que ponerse a ello…

En fin.

LaAlquimista

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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