Acabo de cumplir sesenta años y estoy rabiosa. Pero no por cambiar de década y entrar ya con pleno derecho a jugar en el equipo de la “gente mayor”, sino porque soy consciente de que me iré a otro barrio dejando tras de mí varias asignaturas pendientes por falta de tiempo material para afrontarlas.

El empleo que le he dado a mi vida ha sido elegido libremente –o casi- y de forma bastante satisfactoria. Siendo como es ilimitado mi afán de aprender, he conseguido mediante el trato con seres humanos de toda calidad y cualidad inventar mis propias normas de conducta y de vida. Me he salido del tiesto muchísimas veces, pero como no era el tiesto que yo había elegido, me ha importado un comino.

Lo mejor –con diferencia- de estos sesenta últimos años (optimismo que no me falte) han sido mis hijas. Como un artista ante su obra maestra, el arquitecto frente a la catedral o el escritor que descansa la pluma después de la última línea de su gran obra literaria, así me siento de plena y satisfecha. Tener hijos fue una opción que pude llevar a cabo de manera privilegiada.

Los amores románticos no se me han dado del todo bien; la prueba es que he tenido muchos. Será porque soy “peculiar” o que los hombres me piden lo que no soy capaz de dar… He amado sin reservas y me han amado sin fisuras, pero en tiempos no coincidentes. ¡Qué le vamos a hacer!

Mis dos “vicios” terrenales son complementarios y vinculantes: uno de ellos es carísimo y el otro es gratuito. Los viajes y la lectura, ahí es nada. He paseado mi cuerpo por medio mundo y mis ojos lectores por la mejor literatura, la inabarcable filosofía y la siempre ardua poesía.

He tenido cosas y las he perdido casi todas. Lo poco que me queda puede que sea suficiente para resistir cuarenta años más…(aunque sea para fastidiar).

Pero cumplir sesenta años significa que tengo que darme prisa si quiero cerrar mi vida comme il le faut. Darme prisa o no desperdiciar el tiempo con empeños fútiles o sin sentido.

Más naturaleza y menos asfalto. Más silencio y menos ruidos. Estar con mi gente querida. Dormir menos. Comer menos. Beber todavía menos. Viajar más, leer más, abrazar mucho, dejarme abrazar más…

Permitir que la lluvia me moje, que el sol me acaricie –con cuidado-, escuchar a Bach. Hacer la siesta, reir con la gente, hacer el amor, hacerme feliz y de rebote a los demás. Compartir todo lo que soy, tomar lo que me dan, querer siempre a mis amigos. Enfadarme menos, ir a Nueva York, vivir más cerca de la hierba.

Todos estos deseos dependen únicamente de mí, pero hay muchos otros que no me corresponden sino que vendrán de mano de otras personas o del azar. Serán otros quienes les den satisfacción (espero).

Como tener nietos y contarles cuentos, volverme a enamorar aunque no sea “para siempre”, que se termine la crisis, que el Universo nos colme a todos de bendiciones. Que el dolor no llame a mi puerta y si llama que tenga el buen criterio de no abrirle. Que no se me rompan los huesos mientras esté con ganas de bailar, que la gente a la que quiero viva feliz y por muchos años, que no destrocemos más el Planeta, que se contagie el amor y la bondad en vez de las enfermedades…

Pero aunque me dé un susto la vida y se me vaya “antes de tiempo” (signifique esto lo que signifique), que quede constancia de que han sido los mejores sesenta años que hubiera soñado vivir. Con sus luces y sus sombras. Aunque el mérito no es únicamente mío, sino de todas las personas que me han regalado –y me siguen regalando- su amor.

Por ellas es por las que levanto mi copa.

LaAlquimista

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 Foto: Amanda Arruti