Dicen los expertos que una persona bien calibrada en cuanto a carácter y temperamento será siempre la misma en cualquier lugar o circunstancia en que se halle. Que en eso consiste precisamente la “personalidad”.
Pues así será si así lo dicen, pero personalmente no me reconozco en esa definición o fórmula magistral y mi conocimiento empírico de la cosa –vulgarmente llamada experiencia en primera persona- me lleva muchos años indicando que yo no puedo ser la misma persona sin que me afecte el entorno y lo que me venga de fuera. Ni tampoco quiero serlo.
Y me explico.
Por un lado está la esencia del individuo, esa carga energética, genética, espiritual y emocional con la que nos ponemos en marcha cada mañana. Y por el otro está aquello con lo que nos encontramos al abrir la ventana y dejar que el mundo interactúe con nosotros.
Días de sol y días de lluvia puede que no condicionen nuestro ánimo porque ya hemos aprendido a recibir los dones de la vida con naturalidad. Pequeños problemas y vicisitudes cotidianas pueden ser solventados con presteza y sin sobrecarga, es cuestión de entrenamiento. Y lo que se escapa de nuestro control también somos capaces de sobrellevarlo con la mejor filosofía que podamos permitirnos.
Sin embargo, yo no soy la misma aquí que allá. Ni siento igual ni me comporto de la misma manera según aquello con lo que me encuentro en el camino. Mis reacciones ante la pobreza que me saltaba a la cara en mi reciente viaje al Perú no son las mismas que las que tengo en mi ciudad frente al nuevo centro comercial de vanguardia que han inaugurado.
El entorno me condiciona, me espolea o me retrae, me entristece o me alegra, levanta mi ánimo o lo deja a ras de suelo…¡y soy la misma pero no soy la misma!
¿Cómo entender esto sin que parezca un galimatías?
Los “expertos” de fuera sí que se atreven a darme sus razones para que yo comprenda que el individuo es uno en su unicidad -y aquí seguirían varios párrafos de farragoso razonamiento existencial o determinista –según gustos y colores. Pero a mí esas razones no me sirven aunque estén recogidas en decálogos o manifiestos o constituciones del pensamiento universal, porque llevo más de cincuenta años conociéndome a mí misma – a trancas y barrancas, eso sí- y mejor que yo nadie sabe cómo me siento, qué me gusta y hasta dónde soy capaz de llegar.
Es por eso que cambio tanto de sitio, moviendo maletas y compañía; es por eso que recorro países lejanos y vuelvo a mis calles de siempre reflexionando sobre la experiencia de lo que suponen “lugares y circunstancias” para comportarse de una u otra manera…aun siendo la misma persona.
Aquí, en mi ciudad de provincias, San Sebastián, soy una ciudadana formal y educada, que sigue y respeta las reglas de su comunidad aunque algunas me traigan por la calle de la amargura. Pero cuando me voy a pasar una temporada a “mi otro mar”, ya no soy la misma, porque las reglas de esa otra comunidad –las reglas sociales- son diferentes y yo…me adapto a ellas con muchísima facilidad porque me gustan más que las de aquí.
Me gusta cambiar de aires; no por mis pulmones –que respiran igual de bien en cualquier sitio sin demasiada contaminación- sino porque me siento enormemente feliz pudiendo “ser yo misma” sin tener encima el ojo inquisidor y criticón del gran hermano cotidiano que nos tiene en el punto de mira cada vez que ponemos el pie fuera de casa.
Me gusta moverme de aquí para allá y sentirme diferente de alguna manera que no es demasiado académica, pero que me resulta muy gratificante.
Así que agarro mi perrillo blanco y mi coche rojo y me voy a otra esquina del mapa a tomar distancia, perspectiva, a comparar y sopesar, a disfrutar de otra manera completamente diferente; a dejar atrás por unas semanas la vida social, a pasear mojando los pies en el mar al amanecer y con el ocaso, a comer diferente, a gastar menos y gozar más, a leer hasta que los ojos pidan cuartelillo, a escribir para contarme cosas nuevas, a disfrutar de una soledad elegida que –para mí- es el mayor de los placeres junto con la paz interior y la buena salud.
Durante unas cuantas semanas no voy, pues, a ser la misma. Y me encanta.
En fin.
LaAlquimista
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