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Cecilia Casado

A partir de los 50

Los más ricos del cementerio

 

En la cultura de los 60-70 nos enseñaron que el ahorro era práctica conveniente y prudente para propiciar una buena vida. Así pues me quisieron enseñar a dividir mi primer sueldo en tres partes: una para colaborar en casa, otra para mis gastos y la tercera para ahorrar. Supongo que tuve suerte y no me exigieron entregar el sueldo entero como les hacían a algunos amigos, según contaban ellos para espanto mío, que conocí a chicos que entregaban el sueldo entero en casa y luego recibían “la paga” dominical, y era la madre la que ahorraba para ellos, para cuando encontraran una buena chica para casarse y entonces le reintegraran –o no- el pellizco guardado para comenzar “una nueva vida”.

A mí se me antojó que el fruto de mis sudores prefería organizarlo como mejor me conviniese así que decidí independizarme, pagarme techo y comida y disfrutar de la vida en vez de mirarla por la mirilla con miedo de abrirle la puerta. Fui de las primeras que se marchó de casa, casi todas mis amigas sólo abandonaron el nido familiar para casarse, un desastre anunciado que luego terminó como el rosario de la aurora.

El caso es que, a lo largo de mis treinta y seis años de vida laboral, -hasta que la crisis nos ha separado a mi empleador y a mí- he seguido tropezándome por doquier con ese concepto arraigado, casi visceral, de considerar el ahorro como una de las grandes virtudes a que puede aspirar el ser humano.

Los que no tenemos caudales inmensos, los que vivimos de nuestro sueldo en un nivel sin estridencias, ¿de qué nos sirve ahorrar? La respuesta sería: “para el día de mañana”, “por si pasa ‘algo’”. ¿El día de mañana?, ¿por si pasa algo?

El día de mañana es hoy y ese ‘algo’ ya ha pasado. Estamos acalambrados sin atrevernos a pestañear por miedo a que nos cobren por ello, asustados pensando en que toda una vida laboral va a quedar reducida a una pensión de jubilación inferior a cualquier subvención que cualquiera pueda agenciarse hoy en día. Miramos el saldo de la cartilla como si fuera el cobijo de la pena, la sombra de Dorian Grey, la panacea de nuestros males…Mal, muy mal.

Ahorrar no alarga la vida, ahorrar dinero no es garantía de felicidad futura alguna, ahorrar no es más que el producto de una manipulación educacional bien orquestada para que los bancos sigan quedándose con el fruto de nuestro dinero. Y el fruto de ese dinero no deberían ser los miserables porcentajes de interés que pagan –o las cazuelas antiadherentes- como si fuera una limosna. El fruto de ese dinero debería ser… poner la casa bonita y moderna, el viaje que siempre se soñó hacer, invitar a los hijos a algo bueno, bonito y caro, regalarse bienestar –aire libre, masajes, talasoterapia-, ir al teatro todas las semanas, no perderse ni un concierto, salir al restaurante los domingos, comprar esos libros que nos tientan, la ropa bonita que sacan cada temporada…

Tuve una vez un amigo abogado que me contaba cosas bien extrañas que aparecían en los testamentos, legados surrealistas, gente que había vivido frugalmente, casi con austeridad, que nunca dio puntada sin hilo ni gastó un duro sin comedimiento y que, al fallecer, dejaban cartillas de ahorros con unos saldos absolutamente exagerados, ahorros de toda una vida sin un solo reintegro en lustros, dinero muerto, que no ayudó a nadie, ni produjo más riqueza o satisfacción que los miserables réditos prescritos por la legalidad bancaria al uso. Gente que no ha ayudado a sus hijos pudiendo hacerlo, personajes de Molière que han disfrutado los finales de mes recibiendo la carta del Banco donde les consignaban sus capitales, un poquito más cada año, un saldo apetecible, suficiente como para vivir dos vidas más pero que se guarda con racanería para sentirse seguro ante los avatares y los vaivenes de las crisis pasadas, presentes y futuras.

Ese dinero ahorrado acabará sirviendo únicamente para ser los más ricos del cementerio… y eso sí que es la estupidez más grande que se pueda cometer.

En fin.

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

 

 

 

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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