No es oro todo lo que reluce ni amor todo lo que se publica en Facebook. En realidad la vida, el día a día, está lleno de pequeñas miserias e inconvenientes que por cotidianos vamos dando por válidos e incluso acabamos por dejar de considerar, algo así como acostumbrarse a caminar con una piedrecilla incrustada en la plantilla del zapato.
Proclamar a los cuatro vientos –cibernéticos casi siempre- que estamos llenos de amor, de buenos deseos, de energía positiva y que en definitiva formamos parte de una sociedad civilizada que ama a su prójimo como a sí mismo es una actitud que cada vez me resulta más exasperante y no porque el fondo no sea digno de consideración sino porque la forma está maquillada y muchas veces hasta envenenada.
Estas Navidades he aprendido varias cosas: la primera de todas que no hace falta comer turrón ni beber cava para que sea Navidad; la segunda, que estaba necesitada de hacerme un buen auto-regalo, más que nada para que mis expectativas sobre el tema no fueran más allá de mi propia capacidad de satisfacer mis deseos.
Este regalo no me ha hecho falta pedírselo a ningún papanoel de pacotilla sino que he ido directamente al stock de supervivencia que toda persona humana guarda en los fondos de su armario vital. Tan solo un filtro y un espejo. Un filtro como el que usaban nuestras abuelas para colar el café y que los posos no se mezclaran con el líquido vivificante y un espejo para ponérmelo delante de la cara pero vuelto del revés…
Filtrar las palabras, filtrar los silencios. Filtrar los gestos y filtrar las omisiones. Darse cuenta de que la intención del otro, la actitud de los demás es algo que les atañe únicamente a ellos y que debe tomarse como ajeno, como perteneciente al otro y no sentirlo como “personal” en modo alguno. Puede que alguien esté pasando por un momento vital duro y haya perdido el equilibrio emocional; lo más probable es que lo expandirá alrededor haciendo que afecte a quienes estén cerca. Puede que se sufra angustia o los temores desborden el entendimiento; puede que se tenga rabia hacia la vida en general y el género humano en particular. Todo esto será pasajero, pero mientras pasa, ¿por qué no usar un filtro para no sentirse agredido por esta negatividad, por otra parte necesaria para quien la padece, pero no así para el otro?
Me quedo con lo bueno y dejo que los posos estén donde tienen que estar: en el corazón de quien los produce no en el mío.
La teoría del espejo es bien antigua y conocida, pero hizo falta que un amigo del alma me la recordara el otro día cuando me sintió naufragar en las aguas de mi propio llanto.
-“Ponte el espejo sobre el pecho” –me recordó-, “que sea quien esté frente a ti el que se vea reflejado”.
Tan sólo hay que dejar de recoger las pelotas, dejar de aceptar las ofensas, dejar que lo que “no es nuestro” se refleje en el espejo y sea contemplado por su dueño, que es a quien pertenece en exclusiva y, si le gusta o no le gusta lo que ve reflejado ya es cosa del otro, no es nuestro problema.
En la parte que me toca –porque me toca- seré bien consciente de que mis “andanadas” se tropezarán con el filtro del otro y se verán reflejadas en su espejo de forma que no me libraré de la reflexión cada vez que se me olvide que el respeto que exijo en los demás es el mismo que yo debo ofrecerles.
Así quiero empezar este nuevo año. Con un filtro y un espejo en la mano. Armas de protección sencillas que no sirven para el ataque sino para la preservación de algo que es un bien tan valorado por tantos: la paz interior.
Feliz año y no olvidemos que, pese a todo, la vie est belle!
En fin.
LaAlquimista
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