¿Cuántos años podemos esperar vivir contando con adelantos médicos y una buena calidad de vida? Por supuesto que es ésta una pregunta retórica en teoría, sin embargo a la vista de los ejemplos cotidianos que nos brinda la realidad circundante podemos intuir que la gente en general y muchos de nosotros en particular, estamos convencidos de que vamos a ser poco menos que “eternos”.
Sé de lo que hablo porque lo tengo bien cercano; de hecho, incluso yo misma me sorprendo cuando mi mente divaga y me voy por vericuetos ilusionantes a hacer proyectos a largo plazo como…si tuviera toda la vida por delante. ¡Que la tengo! Pero… ¿cuánta? Ahí desciendo de mi nube y me tropiezo con esa filosofía del “momento presente”, de “Carpe Diem”, de “vivir el ahora”. Sin embargo, no sabemos hacerlo, no llevamos encima el aprendizaje necesario para centrarnos en el HOY; siempre estamos pensando en el MAÑANA, en algo mejor, más cómodo, más seguro, más agradable y cerramos los ojos al dolor de hoy, a la pena presente, dejamos de vivirlo porque no nos gusta ni nos agrada, nos vamos a la cama y pensamos: “mañana será otro día, hoy no quiero saber nada”.
Si fuera sincera absolutamente conmigo misma y repasara mi agenda del año 2015, ahí donde he ido apuntando lo que he hecho cada día, las citas, los encuentros, los eventos, los paseos y el “orden del día”, descubriría que muchísimos días han sido “para nada”; es decir, ni fu ni fa, sin más, vividos desde la inercia del momento, sin ilusión ni afán alguno, tan sólo esperando a que se acabaran las horas para ver si al día siguiente había algo mejor que valiera la pena.
Vivir es cansado y cansino en no pocas circunstancias. Lo observo sobre todo en personas ancianas que están como esperando a que les llame la Parca, continuando con su rutina sin hacer nada especial más que comer y dormir con un intermedio de televisión entre medias. Ni ilusión por nada, ni compromiso alguno; tan sólo una especie de cinta sin fin que se verá quebrada algún día por una rotura de cadera, un ictus, una angina, una gripe virulenta, algo abrupto que pondrá fin a toda una existencia.
Mientras tanto, mientras esperan estas personas ancianas, siguen tomando fielmente sus medicaciones varias, vigilan triglicéridos y colesterol con lupa, no salen a la calle si hace mucho viento y piden hora en el especialista para que les mire las molestias aparecidas en una mano que ya no abre y cierra bien los dedos. ¡Y qué esperamos! ¡Qué creemos que somos! ¡Eternos, invulnerables, máquinas perfectas o con recambios para cada avería que surja!
Aceptar envejecer es aceptar vivir. Pero me parece que el mensaje que recibimos es que lo que hay que hacer es “prevenirse” contra la vejez, obsesionarse con dietas blandas, atiborrarse de drogas recetadas por el médico de cabecera para dormir bien, para el dolorcillo de cabeza, para regularlo todo en un intento absurdo y patético de alargar la juventud, conservar la fuerza que se va con los años, pretender vivir hasta los cien años, encerrados en una casa, cuidados con mimo y esmero y sin exponernos a las corrientes de aire. Y a la mínima, corriendo a urgencias con los ochenta y pico de años a cuestas para que nos hagan una revisión completa y nos den el diagnóstico final, que no puede ser otro más que el del médico de toda la vida: “Usted lo único que tiene es años, amigo mío”.
A cambio, y lo sabemos todos, está la opción de “morir con las botas puestas”, en un aeropuerto en las antípodas o en una pista de baile en un hotel del Imserso. Mientras llegue ese momento he dejado de ir al médico cada vez que noto que me cuesta más agacharme, cuando me sientan mal las comilonas y las copas y al comprobar que no soy capaz de dormir más de seis horas seguidas. ¡No soy eterna ni quiero vivir llena de parches!
En fin.
LaAlquimista
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