Estar enfermo no es algo que se decida voluntariamente para llamar la atención o pasar el rato. Aunque bien es cierto que en algunas ocasiones en las que el ánimo está por los suelos casi todos hemos sentido alguna vez la “tentación” de meternos en la cama y apagar la luz y apearnos del mundo porque “no podemos más”, lo cierto es que, a la hora de la verdad nadie quiere estar enfermo de nada.
Y no voy a hablar de las graves patologías que afectan al ser humano y que provocan un desbarajuste total en su vida y en la de quienes le rodean sino de las enfermedades del “día a día”, esos inconvenientes que periódicamente alcanzan a todos y con los que hay que lidiar mal que bien hasta que desaparecen.
En realidad lo que motiva este post es el hecho de haberme topado en la misma semana con dos personas enfermas dentro de mi círculo habitual. Una de ellas, hospitalizada por una pequeña intervención quirúrgica, ha aceptado amablemente la compañía de quienes le queremos. No le ha importado solicitar pequeños favores y agradecerlos. En todo momento ha ofrecido palabras amables, sonrisas e incluso pequeñas bromas con respecto a su situación –hospitalización, entubamiento, molestias evidentes- y me ha hecho reflexionar su actitud positiva. No es cuestión aquí de hacer un examen de la gravedad o no de su patología sino de recalcar la “actitud” ante la misma.
Otra persona está enferma de gripe encerrada en su casa. No ha dicho nada a nadie durante varios días y ha ido por su propio pie a Urgencias a buscar ayuda médica y medicamentosa. Si me he enterado ha sido porque le he llamado simplemente para saber cómo le iba la vida después de no saber nada de él durante un par de semanas y así he sabido de su enfermedad. Es decir: no había dicho nada a nadie “para no molestar”. Obviamente –desde mi obviedad- me ofrecí a hacerle un caldo o llevarle naranjas, los dos ofrecimientos básicos de todo amigo que se precie hacia alguien enfermo. Lo de la compañía ya es más complicado porque una gripe es una gripe y se contagia hasta con el pensamiento. Pero mi sorpresa fue morrocotuda al escuchar su voz cavernosa informándome de que lo único que quería era “que le dejaran en paz” y “no ver a nadie”. Bueno, tampoco hay que ponerse así, por favor, que parece como si la culpa de la gripe ajena fuera propia –la culpa, digo-, como si yo hubiera echado a la cara los virus que le invaden, que de hecho alguien lo ha hecho, alguien con gripe pensó que no valía la pena proteger a los demás del contagio y estuvo al lado, contigo, en el trabajo, en el bar, haciendo como si no pasara nada y dejndo de regalo los virus que ahora te tienen postrado en el lecho del dolor.
¿Qué cuesta ser amable y aceptar los pequeños ofrecimientos de las personas que nos quieren? Entiendo que una gripe no es el estado idóneo para recibir visitas ni mantener conversaciones sobre lo divino y lo humano, pero bien se puede aceptar una red de naranjas, una novelita sencilla o la ayuda para ventilar la casa, cambiar las sábanas o cocinar una porrusalda.
Ser “buen” enfermo o “mal” enfermo es una actitud que puede llegar a ser determinante para las relaciones entre las personas. A fin de cuentas, no sabemos qué nos puede deparar la vida y quizás no siempre tengamos al alcance de la mano a quien nos quiera ayudar cuando de verdad lo necesitemos. Aceptar la ayuda que nos brindan es algo humano, natural y que no tiene ninguna connotación con el orgullo ni la dignidad sino todo lo contrario. Quien rechaza la ayuda ajena con no buenos modos, haciendo hincapié en que “no se puede imponer la ayuda a quien no quiere recibirla” es tanto como decidir cuáles son los parámetros afectivos, emocionales e incluso éticos que tienen que mover los actos ajenos…como si fueran los propios.
Por lo menos estoy aprendiendo que vale la pena mucho más ser “buen” enfermo y que te ayuden a superar la enfermedad.
En fin.
LaAlquimista
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