Ya conduzco muy poco por ciudad; esa circunstancia me ha hecho cambiar la forma de mirar a los peatones, ahora son mis congéneres más que los conductores y estoy desarrollando (incluso sin quererlo) una especie de solidaridad corporativa con ellos. Esta observación cotidiana me arrastra a reflexiones insospechadas y de ahí llego a alguna conclusión que me desasosiega como un viento al doblar una esquina. Creo poder afirmar que existe una “especie” que quiere suicidarse quizás porque ya están muy hartos de la vida y sus vaivenes y para ello han elegido el sistema del “atropello”. Me explico.
Vivo cerca de una gran avenida –de las muchas que hay en mi ciudad, Donosti,- repleta de semáforos y de vehículos, con carril bus y carril bici, es decir, un continuo trasiego de tráfico. Esta avenida la atravieso todos los días en mi deambular por el barrio. Bueno, pues un notario podría dar fe de que, cada vez que el semáforo se pone rojo para los peatones, hay unos cuantos que, si no ven ningún vehículo demasiado cerca, cruzan la avenida despreciando olímpicamente la señal que lo prohíbe y me atrevería a decir que seguros en su fuero interno de que están llevando a cabo “la pequeña aventura cotidiana”, un pequeño guiño para romper la rutina, el mínimo desafío que reivindica el pequeño revolucionario que todos llevamos dentro.
Ayer mismo, contemplando el baile de nubes a la espera de que se pusiera verde, vi venir de frente a un anciano apoyado en su bastón, con paso renqueante, que se lanzó a cruzar la calle como si llevara a la espalda un ángel de la guarda. O con un par. Al aviso mudo de “no viene nadie” se apelotonaron tras él cuatro o cinco peatones más que desafiaron a su buena suerte sin más pretensión –imagino- que la de ahorrarse diez segundos de reloj.
Me chocó bastante –ya que mi mente baila todavía al son de cierto sentido común- el desprecio (o quizás haya que llamarle arrojo o valentía) con que encaran el camino de la vida ciertos ciudadanos, eso sí, jugando con los nervios templados del conductor que va por la avenida a la velocidad que tiene que ir y se “topa” con el impaciente que echa su carrerita ridícula cuando ve que se le echa encima un coche que, quede claro, está en su derecho de circular porque tiene el semáforo en verde. A veces se salda la situación con un bocinazo e incluso un improperio gritado por la ventanilla. ¡Qué menos! Paradójicamente, si es al revés, el conductor despistado puede ser objeto de un linchamiento de emergencia.
¿Y qué decir de los peatones pizpiretos, despreocupados ellos, que cruzan las calles, no ya en rojo, sino por donde el Ayuntamiento no ha pintado un paso de cebra o de peatones simplemente porque les viene mejor atajar por la mitad? Esos que se meten entre dos coches –procurando hacerlo cuando uno de ellos está maniobrando para aparcar o desaparcar- y le pegan un susto de muerte al conductor que está controlando su propia maniobra y no se apercibe del que se le cuela por el parachoques trasero.
Como conductora que soy sé que si atropellas a un viandante –aunque sea por su negligencia y su culpa- vas a tener un problemón de aúpa con las cosas del Seguro, la Ley Vial y la propia conciencia, así que seguramente por eso tengo mucho cuidado en no atravesar la línea roja que convierte a un peatón en un gazapo imprudente.
La reflexión también se parece a un acertijo: ¿Por qué hay tantos peatones que parece que quieren que les atropelle un coche? ¿Es vital ahorrarse los segundos –aburridos, eso sí- que tarda un semáforo en cambiar de color? ¿Confían en que los conductores tienen la obligación de velar por sus vidas?
El abanico de “aventureros” es variopinto: ancianos con bastón, ancianas con perrito, señoras con carrito de la compra, (incapaces todos teóricamente de echar a correr en un momento de apuro), gente mirando el móvil, mamás con sillita de niño y chavales con mochila a la espalda. Luego están los que llevan al lado un crío al que le están enseñando un poco de civilidad aunque, claro, eso lo hemos hecho todos con nuestros hijos, aburrirles esperando a que se ponga verde para luego, cuando vamos solos, cruzar como nos da la gana por donde nos viene mejor.
En fin.
LaAlquimista
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