Para escribir este post me he documentado con cuidado. En vez de dejar que las ideas salgan de mi mente o broten del corazón y lleguen al teclado del ordenador sin pasarlas por ningún filtro (como suele ser habitual en mí), he buscado datos fiables para compararlos con la realidad que nos toca vivir a los donostiarras.
Según las estadísticas, Donostia-San Sebastián ocupa el primer o segundo lugar del Estado en cuanto a costo de la vida; es decir, que aquí todo es más caro o mucho más caro que en otras ciudades. Desde algunos impuestos municipales y el precio de los alquileres, pasando por los profesionales privados (medicina, enseñanza y servicios de asesoría), hasta la cesta de la compra, ese medidor infalible que machaca al ciudadano obligándole a pagar por los yogures y el pan más que en cualquier otro lugar. De la hostelería mejor ni hablamos puesto que en ese apartado se disparan todas las alarmas llegando a darse el disparate de que un hotel de 2 estrellas (por poner un ejemplo) cobre por una habitación doble en temporada alta la escalofriante cantidad de 195€ por noche. (Fuente: Booking.com). El m2 inmobiliario/habitable se pone a niveles “manhattianos” y la “milla de oro comercial” no le anda a la zaga. De los taxis no pensaba hablar, pero quiero compartir que el viernes pasado y ante la perspectiva de esperar al autobús nocturno treinta minutos, tomé un taxi del Boulevard a Amara: 10€ de vellón gracias a la tarifa más cara (o casi) de todo el país.
Visto esto cualquiera que tenga un mínimo de lógica en su haber dará en pensar que los donostiarras somos una especie privilegiada en lo económico, es decir, que nuestros bolsillos se llenan a tenor de lo que hay que desembolsar para conectarse al mundo cada mañana. Se podría deducir también que los salarios están en justo equilibrio con los precios de las cosas y que aquí, quien más quien menos, ingresa todos los meses una cantidad de dinero sabrosa además de contundente.
Sin embargo, en esta ciudad hay muchísimos “pobres”, entendiendo por tal aquellas personas que están necesitadas o no tienen lo suficiente para vivir. Obviamente a nadie le gusta llevar un letrero prendido en el pecho indicando sus carencias –económicas o de las otras-, pero no hay más que darse una vuelta por el “circuito de la necesidad” para comprobar que lo que digo no carece de fundamento.
Cada día veremos a mucha gente rebuscando en las basuras o haciendo cola en los centros sociales o religiosos de entrega de alimentos. Los expositores de verdura y fruta al aire libre ofrecen –porque tienen gran demanda- productos de poca o poquísima calidad a tenor del precio bajo que ostentan. Cada vez proliferan más los comercios que ofrecen textil sintético o calzado plastificado de tres al cuarto y hasta el mercadillo dominical se abastece de género de segunda o tercera mano. En los barrios no céntricos, en los barrios donde el m2 sigue costando carísimo aunque la calidad de los edificios deje mucho que desear, se abren negocios que parecen de otra época: arreglos de ropa, peluquería o estética baratísima y hasta el zapatero de la esquina está desbordado de trabajo. Empezamos a hacer como nuestros abuelos, a arreglar las cosas en vez de tirarlas y sustituirlas por otras nuevas como hemos estado haciendo en los últimos lustros en los que se nos llenaba la boca fardando del “estado del bienestar” y de nuestra fabulosa calidad de vida.
Las tiendas de ropa llenan sus cajas mayormente en época de rebajas y si no fuera por el cliente francés, algunas de ellas no podrían cantar beneficios a bombo y platillo. El comercio pequeño, el autónomo de barrio, se acuesta cada noche con la angustia de no saber si llegará a fin de mes… para pagar sus impuestos o a los proveedores.
Socializamos en los bares el día del pintxo pote porque es lo que uno puede permitirse y no las locuras que pagan los extranjeros en los bares del centro –y los donostiarras ricos- a precio de oro. Si salimos a comer o a cenar fuera alguna vez procuramos que sea “de menú” y con eso nos damos por satisfechos. Ir al teatro o a un concierto –visto el precio de las entradas- queda fuera de las posibilidades de alguien que no tenga más que un sueldo vulgar y corriente, ya que ahora ser “mileurista” parece ser un chollo o una especie de privilegio.
Esta situación tan anómala me hace sentir como quienes tienden a pasearse por delante de palacios o mansiones, admirando sus fachadas e imaginando el lujo del que disfrutan sus inquilinos y luego vuelven a sus casas humildes con la satisfacción de haber dado un agradable paseo por la zona vip de la ciudad.
El otro día comentaba el tema con unos turistas nacionales a los que conocí porque me preguntaron en la calle donde había “un restaurante barato”. Se asombraban de los precios habituales y decidieron que, siendo cinco de familia, más les convenía apañarse con unos bocatas y degustarlos en algún parque. Pero después de un rato de conversación me regalaron una sentencia impagable. “No te quejes, -me dijeron- vives en una ciudad preciosa y eso tiene un precio”.
Así que, hoy también, me daré una vuelta para ver “el ambiente” –que es gratis-, pasearé por mi parque favorito o me acercaré hasta el mar a respirar bronceador de coco. Acabo de pagar el I.B.I., la viñeta del auto y el seguro del hogar, así que no tengo el bolsillo para farolillos…
En fin.
LaAlquimista
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Fotografía: Diario Vasco