Yo tendría más o menos ocho años y del mundo ya sabía más de lo necesario para esa edad, a saber, que la vida podía ser terriblemente injusta y deliciosamente agradable a la vez. Y en ese tema los helados forman parte importante de mi recuerdo. De las horribles sesiones de dentista/torturador de la época, me he quedado con el helado “de corte” con el que después me aliviaba mi madre el sufrimiento. Era un premio de consolación (y vaya que si consolaba).
Pasar largas temporadas en casa de mis abuelos, alejada de mis padres y hermanas pequeñas, hallaba el pequeño espacio de equilibrio emocional cuando llegaba el domingo y con él el postre suculento en forma de helado, otro “premio de consolación” con aspecto lujoso que tapaba otras penas a la vez que las endulzaba.
Al no existir frigoríficos con congelador los helados eran artesanales (quién los pillara ahora entre las capas de grasa, colorantes autorizados y potenciadores de sabor al uso) y para degustar tal exquisitez no quedaba más remedio que recurrir a la inmediatez de la compra. En San Sebastián, en el barrio de Gros, existía un establecimiento que me fascinaba; una horchatería/heladería que abría únicamente de primavera a otoño y cuyos productos me atraían tanto como un abrazo cariñoso. “Heladería Española” era su nombre, venerado por la chavalería y por quienes podían permitirse el pequeño dispendio de una horchata, un helado de chocolate, café, chantilly, fresa, limón, vainilla o tutti fruti. No había más paleta de sabores… ni falta que hacía. El negocio sucumbió al cansancio y al asalto de los helados industriales hace ya algunos años.
El domingo, en casa de mis abuelos, si los vientos soplaban favorables, de postre había helado. Un helado que traían a la puerta en un termo de corcho –que luego fue poliespán- de color verde, de la mano de un repartidor con bicicleta. Yo veía a aquellos chavales que dedicaban la sobremesa del domingo a repartir helados por el barrio a cambio de la simple propina que les dábamos y me parecía muy triste, pensaba que ellos eran “pobres” y nosotros “ricos”, que era algo así como creer que unos éramos más felices que otros y que la vara de medir tenía forma de helado de cucurucho.
Aunque también estaban “Los Italianos” y la heladería “Vesubio”. Establecimientos ubicados en el Centro y en la Parte Vieja habiendo resistido uno de ellos –casi en su formato original- hasta el día de hoy. Algunas panaderías/pastelerías también dedicaron una parte de su negocio a fabricar helados, pero primaba la cantidad sobre la calidad, buscaban el precio barato y popularizar la delicatessen que ya iba convirtiéndose en algo más popular. Fabricaban sobre todo “polos”, aquellas porquerías de hielo de colores que eran un mal sustitutivo del helado “de verdad”. Inventaron el bombón helado, el plátano helado y el helado “al corte”, y no había evento, celebración, boda, bautizo o cumpleaños que se preciara que no incluyera helado en el menú del postre, aunque no fuera más que una bola de vainilla al lado de la tarta preceptiva.
Pero a lo que iba. Que tus abuelos te invitaran a un helado cuando salías a pasear con ellos ya era motivo suficiente para justificar toda una tarde dando vueltas y saludando a gente (ellos, no yo). Tomar un helado era un lujo; un lujo al alcance de casi todos pero un lujo en una época en la que no se acostumbraba a tomar fuera de casa prácticamente nada. A ninguna madre se le hubiera ocurrido dar a su hijo una merienda que no fuera el consabido bocadillo preparado en casa; para eso estaban los abuelos.
Así que el hecho de tomar un helado estaba relacionado con algo especial; como la Semana Grande o que te hubieran llevado al dentista. Esos días de Agosto se salía de casa después de cenar y de postre te invitaban a un helado: eso era un lujo. Como el pollo de los domingos. Ahora, que todos somos igual de pobres y ya no estamos para lujos, se ha transmitido de abuelos a nietos el recuerdo de un placer que hoy en día ya no lo es más que en un recóndito lugar de la memoria nostálgica. Aunque todavía haya quien se engañe creyendo que es una tradición. Como el pollo de los domingos.
Comienza la Semana Grande y una turbamulta ilusionada consumirá helados sin parar, antes, durante y después de…lo que sea.
Es el momento en el que instalo mi “frontera portátil” y me quedo lejos del ruido, del fragor de la fiesta…y de los helados. Vacaciones en el barrio desierto, les llamo yo.
Me retiro a mis aposentos, pero dejo el Blog ABIERTO a aportaciones, comentarios y apuntes diversos. Que no decaiga…
En fin.
LaAlquimista
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