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Cecilia Casado

A partir de los 50

Viajar con el perro puesto

 

 

Elur se acomoda en el asiento trasero del coche rojo; se deja atar al cinturón de seguridad y coge postura para dormir. Ya sabe que hay un largo trayecto por delante, que escuchará música sin parar y que tendrá que aguantarse el pis hasta Zaragoza como mínimo. A veces se despierta y tiene ganas de parloteo y se pone a ladrar provocándome para que yo le responda con mis aullidos/ladridos inventados; es un juego que le encanta y al que siempre acabo sucumbiendo por puro cansancio ya que se me da bastante peor hablar en su idioma que en el mío.

Pero a lo que iba.

En esta última travesía por carretera desde el Cantábrico hasta el Mediterráneo recalé en un Hotel-Restaurante-Bar de Aragón hacia las diez de la mañana para tomar un café e ir al lavabo. Evito la autopista para poder acceder a algún lugar donde admitan perros puesto que si no me veo obligada a dejarlo dentro del coche –o atado al retrovisor si hace mucho calor- mientras recupero energías y como tuve la suerte de encontrar el lugar referido sin pegatina alguna que vetara el acceso a los perros, entré toda ufana en el lugar con mi perrillo a la zaga de la correa que lo ata a mi mano.

Nada más atravesar el umbral del bar una camarera (la camarera única que atendía) se dirigió hacia mí enfurecida y con gesto airado y voz brusca me dijo: “¡Aquí no pueden entrar perros!”. Vaya –pensé- ya me he tropezado con alguien que está trabajando de mal humor y que se ha dejado la buena educación en casa. Amablemente –de primeras siempre soy amable- le dije que no había visto ningún cartel que impidiera el acceso de perros a lo que ella, brava y aguerrida, se me puso en jarras y me espetó: “!!!Señora, en España no pueden entrar los perros en ningún restaurante!!!”

Vaya –volví a pensar-, encima de maleducada mal informada y me di media vuelta saliendo del negocio para atar a mi perrillo a la manilla de la puerta del bar, por la parte de fuera pero a la vista, mientras  solicitaba me pusiera un café con leche. Accedí a los lavabos donde descubrí que estos adolecían de algo tan importante como la falta de educación de la trabajadora, a saber, de papel higiénico, por lo que volví sobre mis pasos a solicitarlo. Mientras tanto, la camarera miraba con ojos aviesos a mi perrillo que, desde el otro lado de la cristalera, esperaba pacientemente a que yo culminara con mis necesidades para proceder él a las suyas. Qué situación más estúpida –pensé, enrarecido ya el pensamiento; el café con leche enfriándose, la camarera sirviendo a otros clientes, el wc sin papel, mi perrillo en la calle y yo rebuscando en mi bolso alguna moneda para pagar y no hallando más que un billete de 50€ que fue recibido con mal gesto, como si fuera falso. -“¿No tiene cambio?” – “Pues va a ser que no” – “Espere”. – “Vale”.

Mientras tanto entró en el bar una familia completa (tres adultos y tres niños) que se pusieron a hacerle cucamonas a Elur a la puerta misma del bar, dejando al personal en corriente de aire y llamando la atención ya manifiestamente malhumorada de la camarera que, pobrecilla, apareció por la puerta de la cocina cargada con ese rollo de papel higiénico que mide cinco kilómetros y las vueltas del pago de mi café con leche. Los niños corretearon entre todas las mesas del bar, movieron las sillas de sitio con singulares chirridos, se pelearon para decidir qué querían tomar cada uno, la madre le pegó cuatro berridos al mayor y el padre se cagó en todo lo que se movía a voz en grito amenazando a sus vástagos con repartir estopa si no se callaban y se estaban quietos.

Entonces, como yo ya empezaba a reir por dentro y por fuera, le dije en voz alta y clara a la camarera a ver si sería tan amable de vigilar a mi perrillo mientras entraba al lavabo… La buena mujer no daba crédito –o sí lo daba y no sabía qué hacer- así que, mientras buscaba en su repertorio alguna respuesta adecuada a mi desfachatez, aproveché para terminar con éxito mi estadía en tan infausto Hotel/Restaurante/Bar de la carretera Nacional 232 y allí los dejé a todos, con la Normativa a cuestas sobre la prohibición de acceso a locales públicos de perros atados que pesan cuatro kilos y medio y la laguna legal que no dice nada de cachorros de humano sueltos de veinticinco kilos con sus correspondientes progenitores que gritan y molestan lo que no está escrito.

Ay, mi perrito bonito, cómo lo quiero yo…

En fin.

LaAlquimista

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


agosto 2016
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