Ayer por la tarde estaba en el jardín con mi perrillo y mi libro, binomio agradable donde los haya. Al otro lado del seto un hombre jugaba con una niña pequeña; yo no les veía, pero sí escuchaba las risas, la complicidad entre un padre y una hija (esto era suposición mía), unas voces de fondo que no me molestaban ni distraían. Hasta que escuché cómo el tono del hombre se elevaba varios decibelios y le decía a la niña –“Vete donde mamá para que te limpie el moco”. No “los mocos”, sino “el moco”, sólo uno, por dios, qué asco debía de sentir ese hombre para identificarlo y nombrarlo de tal manera. Y allá que se fue la niña correteando –escuché sus pasos acelerados- y gritando: -“!Mamáaaa, que dice papá que me limpies el moco!”. A la madre no le escuché la respuesta –si es que la hubo. Fundido en negro.
Me distraje de la lectura porque se me empezó a hinchar la vena esa que a (casi) todos se nos hincha cuando escuchamos o presenciamos algo que nos golpea de frente en los más íntimos convencimientos de lo que tiene que ser un ser humano en su concepto familiar y social. En el año 2016 y en un país supuestamente evolucionado la frase rechinaba como si todavía tuviéramos ganas de sostener que los políticos son honestos.
Luego me puse a pensar en todas las formas de machismo encubierto que siguen vigentes hoy en día, permitidas, admitidas, consentidas y hasta subvencionadas.
La mujer que no conduce el coche familiar porque el marido “prefiere” hacerlo él y el marido que tiene que hacer de chofer porque la mujer dice que “él conduce mejor”. La pareja que come lo que ella cocina porque “él no sabe freir un huevo” y la madre que aparta con aspavientos de la cocina al hijo que pretende hacer de cocinillas. La niña que tiene que ayudar a su hermanito a recoger sus cosas y el niño al que le encargan que “cuide” de la niña cuando juegan en el parque. Las mochilitas infantiles con hadas y princesas de color rosa y las azules y moradas con fotos de futbolistas. El chavalín al que la madre le dice: “haz pis por ahí” y la chavalita que tiene que ir de la mano de la madre a un baño público, no tocar nada, poner abundante papel higiénico en la taza y lavarse las manos concienzudamente después. Nosotras civilizadas, ellos con patente de corso.
Y los de más de cincuenta años –algunos se librarán, imagino- arrastrando todavía rémoras apestosas de una educación caduca y mil veces denostada que, a pesar de todo, se enarbola como estandarte del mejor machismo encubierto que ha existido nunca. Cuando el hombre paga en la calle y exige como señor feudal en la casa. Cuando se parlotea en grupo haciendo burla de las “feminazis” y en el hogar el tipo es un vago redomado y la mujer una diligente sirvienta que a gusto escupiría en la sopa. (No quiero saber de dónde sacó el guionista de la serie el comportamiento de Hommer Simpson).
Lo último de lo último: un programa basurita llamado “First Dates” que es el compendio de todos los machismos viejos, rancios, presentes, futuros y habidos y por haber. Lo que tiene de curioso es que tanto ellos como ellas juegan al mismo juego sin ser –probablemente- conscientes de ello. Lo vi el otro día por casualidad: una cita a ciegas entre un hombre cuarentón, fondón, calvo y tirando a feúcho, que decía que no le gustaba la mujer que le habían asignado para la “cita a ciegas” porque “a mí me gustan delgaditas y que vistan sin llamar la atención”. Lo dicho, un pestiño.
Así nos va, así permitimos que nos vaya, haciendo ascos a los mocos de los propios hijos e identificando la suciedad con una mujer armada de un kleenex o buscando la mujer ideal no en las contraportadas de las revistas del colorín sino en la foto de la boda de la propia madre.
En fin.
LaAlquimista
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