Por poco observadores que seamos supongo que todos en algún momento hemos sido capaces de darnos cuenta de cómo hacemos cosas que nos desagradan, nos quejamos de ello y cuando nos hacen ver la contradicción enarbolamos el derecho a la libertad de elección para decir que, en el fondo, no nos desagradaba tanto el tema en cuestión. ¿De qué hablo? Pues del título del post. Ahí van varias “perlas”.
Alguna vez hemos dedicado parte de las vacaciones a hacer “chapuzas domésticas”, para ahorrarnos el pago al gremio correspondiente, y la hemos liado de todos los colores. Ponerse a pintar la casa, quitar la moqueta y meter parquet, cambiar los muebles de la cocina con el argumento de que nos vamos a ahorrar una “pasta gansa” y partirnos el espinazo, sudar como burros, quedarnos sin playa o sin monte, cansarnos lo que no está escrito y cuando –ante tanta queja inútil- alguien nos dice: “pues os fastidiáis, haberos ido fuera como otros años”, saltar a la yugular para defender lo indefendible: que hemos sacrificado el descanso por ahorrar dinero.
Alguna vez hemos aceptado la propuesta de ir de vacaciones “en grupo” –con amigos o familia- al típico viaje exótico o lejano y pasar después el tiempo contando los días –qué digo los días, las horas- que faltan para regresar a casa y acabar con la locura de madrugones, paseos en rebaño mirándolo todo a través del móvil, contemplación de monumentos que importan un pimiento, comidas en mesa compartida con menú cerrado y conversación cerrada también, visitas a talleres artesanales o fábricas imprescindibles para saquear el bolsillo ya exhausto, para quejarnos amargamente del error cometido y al volver a la rutina, a la oficina o a la cuadrilla contar a bombo y platillo lo que se ha disfrutado y martirizar al personal con fotos del periplo vacacional. (Apunte: ¿Por qué se sacan varias fotos iguales? ¿Por si alguna sale mal…y todas son idénticas?)
La variante de “familia con niños” es la más común y corriente y –que nadie lo dude- la más “peligrosa” para la salud (física, mental y de la otra). Conducir un vehículo atiborrado de todo lo posible –niños, juguetes, abuelos y nevera con comida para el viaje- durante más de cien kilómetros o una hora larga puede suponer un estrés difícilmente asumible para quien necesita concentración y tranquilidad para no chocar contra cualquier otro objeto en movimiento. Recuerdo aquella época: cinco horas cantando con las crías, parando cada dos por tres (quiero pis, quiero cacas, tengo sed, tengo hambre, falta mucho, me aburro, me pica todo) después de haber pasado media hora intentando cubicar en el maletero lo “indispensable”. Que se hace con amor… pues algunos dirán que sí y otros dirán que “a la fuerza ahorcan”. Personalmente tenía que volver de vacaciones varios días antes de la rentrée al trabajo para descansar de las vacaciones.
Y he dejado para el final las vacaciones en pareja, ese mito que se desmorona en cuanto arranca el tren –o despega el avión o cogemos la autopista- y que deja al individuo a merced de las manías del otro, del resentimiento del otro o lo sumerge en una piscina de aguas turbulentas donde cada quien sacará lo peor que haya almacenado dentro (rencor, reproches, envidia, los “ésta me la pagas” y toda la artillería ligera y semi-pesada que los componentes de una pareja “al uso” meten en el equipaje para ir utilizándolo según la ocasión lo reclame. ¿Que parezco negativa y poco amable en el ejemplo? Quizás. Lo que ocurre es que las parejas discuten cuando no les mira nadie y se dicen “lindezas” en privado; con los amigos y a la vuelta de las vacaciones, el resumen de la jugada suele ser “estupendo”, a ver si todavía nos van a llamar tontos por habernos gastado una pasta (y las semanas de vacaciones) y haberlo pasado mal…como siempre.
Los que disfrutan en vacaciones familiares, en pareja, en el pueblo, en casa currando o en SriLanka fotografiando elefantes que me disculpen. Otro día hablaré de ellos, los felices…
En fin.
LaAlquimista
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