Casi con toda seguridad que cuando viajamos a otro lugar para turistear sin freno no se nos ocurre pararnos a pensar qué piensan de nosotros los “aborígenes” invadidos. En realidad, el hecho de llegar a un lugar, pagar por alojarse, pagar por comer –y dar de comer a su hostelería- pagar por entrar y salir de lugares o monumentos que exigen sacar tiquet en taquilla, nos inocula –sin darnos mucha cuenta- el pequeño virus de subidón que se ceba en todo “invasor”. Terreno conquistado, vamos. Y a disfrutar, que para eso pagamos…
Este puente del 1 de Noviembre me he quedado en Donostia acogiendo muy gustosamente a unos amigos franceses (Sí, los que cocinaban sardinas con mantequilla). Cuando recibo a gente en casa tengo por costumbre darles las llaves y explicarles los horarios: es decir, que NO hay horarios, que se olviden de las normas y vamos a pasarlo bien coincidiendo cuando nos apetezca coincidir. Ni voy a hacer de cicerone en zapatillas ni ellos están obligados a seguir mi ritmo de vida; no hay nada mejor para llevarse bien que respetar los espacios propios…
Dicho esto, les acompaño al centro de la ciudad paseándoles por el precioso parque de Cristina Enea, les señalo detalles arquitectónicos pintorescos del “área romántica” y les suelto sin remordimiento alguno entre las hordas que invaden la parte vieja y los aledaños de “el marco incomparable”. Les aviso: donde veáis muchísima gente es la señal inequívoca de que allí todo es más caro aunque no necesariamente mejor. Y me vuelvo a mis predios a leer un libro al solecito del otoño con mi perrito haraganeando en el parque desierto de niños y padres de niños y abuelos de niños.
A la anochecida regresan al redil exhaustos, pero felices. Ellos no saben de siestas ni descansos después de comer–porque son franceses y porque son jóvenes- y se han lanzado a una desenfrenada colonización de la ciudad para llegar a todas las esquinas del mapa (que les venden en la Oficina de Turismo) y ver muchas cosas, las más posibles, el límite es “verlo todo”. Les pido que me cuenten mientras les preparo con cariño un “apéro” para reponer fuerzas antes de la cena (que va a ser temprana, más bien tempranísima, están hechos polvo y además su estómago tiene horario diferente al mío y como yo estoy descansada no me cuesta nada adaptarme).
Todo les ha parecido precioso e incluso “merveilleux”. Tan sólo se han quejado de que había “demasiada gente”. ¡Casi me caigo de la silla del ataque de risa…! ¿Cómo que demasiada gente? ¡¿Y vosotros, acaso no sois parte de esa “foule” o muchedumbre!? En su descargo tengo que apuntar que no se han quejado de los precios, que han dado por supuesto (y aceptado) que un sitio turístico como Donostia tiene que aprovechar su privilegiada situación y cobrar todo lo que pueda al que está de paso. (Principio del comercio donde los haya).
A mí no me ha servido de nada intentar enseñar –con mucha guasa, eso sí- el DNI en el bar que me ha cobrado tres cafés solos 5,10€, un bar de toda la vida, de lo más vulgar, en la calle San Juan, y que cuando he protestado me han dicho que “se habían equivocado” que “sólo” eran 4,80€, vamos a 1,60€ el cafecito. Chapeau queridos amigos, que el Consistorio os duplique los impuestos y el cura de San Vicente os perdone el pecado de avaricia…
Qué verdad es que los árboles no nos dejan ver el bosque o que lo que vemos en los demás no lo vemos en nosotros mismos o, más simplemente, que consideramos que “turistas son los otros”.
En el plan del día siguiente tienen apuntado “Monte Igüeldo” y yo no digo nada porque me conozco el percal, que van a llegar al funicular y tener que hacer una cola del copetín de la baraja y que cuando lleguen arriba tendrán que darse de codazos con otros muchos franceses o de dónde sean por sacarse la foto que aconseja la lonelyplanet o alguna otra. Así que –en un arranque de amistad desinteresada- me animo a acompañarles, en coche para ir más ligeritos, pillamos sitio en el lugar desde donde se sacan fotos como postales, les paseo en un pispas por la puerta del río misterioso y el gran laberinto, dejando que se queden boquiabiertos ante la montañasuiza decimonónica (no quieren subir ni locos, claro está). Y al filo del mediodía, cuando aquello ya se empieza a poner imposible, les llevo a pasear por un barrio de Lasarte, a contar ovejitas y ver cómo crecen las lechugas y les siento después en unos bancos corridos y, sin platos ni gaitas y nos comemos lo que hay que comer al precio correcto, sin autobuses en el parking ni guías con micrófono. Les gusta, claro está. Bueno, la verdad es que respiran agradecidos de que les haya sacado del maremagnum turístico de la bella ciudad invadida y pisoteada como un jardín de pequeñas flores por las groseras patas de turistas desbocados.
Luego les llevo a casa, a descansar un poco que encima hace calor veraniego y enseguida se vuelven a poner en marcha, a comprar algo por el centro y van a la catedral de la ropa (pronúnciese “Sagá”) y vuelven hechos polvo y quejándose de la mala educación de la clientela que coge la ropa, se la prueba delante del espejo y la tira al suelo formando montones. ¿?¿? ¡No me digas! ¿Eso pasa en la macrotienda por excelencia de Donosti? Pues nada, ya sabéis qué hay que hacer… ¡poner en un pedestal a las sufridas dependientas que aguantan las hordas invasoras con “Carte Bleu” en la boca!
Cuatro días dan para muchas sobremesas y algunas tertulias. Encontronazos culturales aparte, la amistad pervive. Dicen que les gustaría volver a la ciudad cuando haya menos gente y yo les digo que aprovechen para coger vacaciones fuera de fechas y no se lancen como locos encima del calendario cuando los días están pintados de rojo.
¡Cómo he cambiado! Hasta hace poco yo era la primera que planificaba mi ocio, mis viajes, mi asueto en función de la misma premisa que ahora me parece absurda… Así que esto que siento ahora, de tranquilidad y sosiego, debe de ser el aviso inequívoco de que me estoy haciendo mayor…
En fin.
LaAlquimista
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Fotos: Cecilia Casado