Una ya tiene una edad en la que sirven de poco artificios y trampas del tres al cuarto. Quiero decir que, si bien la sociedad adoradora de la eterna juventud nos sigue dando caña a las mujeres para que disimulemos lo que somos y finjamos ser lo que los hombres quieren mayormente que seamos, a mí ya no me engañan porque he decidido no dejarme engañar.
Siempre he sabido que la piel se mantiene sana si la privas de “teint de fond”, maquillaje y colorete. O lo que es lo mismo, que se envenenará si la recubres durante muchos años con sustancias extrañas; aunque sean de origen “natural” o lo ponga en la etiqueta. También aprendí con dureza y dolor que el sol, el exceso de exposición al sol, ese “ponerse morena” que tanto me gustaba, estuvo a punto de pasarme una factura impagable: la del cáncer de piel a una edad en la que pensaba más en vivir la vida que en pasar por el Oncológico. Me libré por los pelos, doy fe.
Atravesé también con éxito la etapa en la que muchas mujeres de mi edad –amigas o conocidas- pasaban por el quirófano para intentar remediar el paso inexorable del tiempo. Incluso una de ellas falleció como consecuencia de una mala praxis del cirujano que la operó. Ahí quedaron las que se quitaron las bolsas bajo los párpados o se los levantaron; las que se estiraron el cuello, retocaron los pómulos, rellenaron los labios. O los pechos, con las prótesis que caducan y hay que sustituir o eliminar al cabo de los años. Las de las liposucciones aquí y allá que les dejaron postradas durante semanas por la “necesidad” de reducir dos tallas de pantalón y cuyas cicatrices siguen siendo visibles. También conocí a un tipo que se hizo de todo para resultar más apetecible a su nueva esposa veinte años más joven que él. En fin. Cosas.
Es un negocio como otro cualquiera el de apuntalar la autoestima del personal a base de quitar de aquí y añadir de allá. Es tan viejo como el mundo el deseo de gustar, de alimentar la vanidad, de perseguir la belleza. Yo también tengo un poco de todo eso, justo es confesarlo y me miro al espejo antes de salir de casa y en los escaparates cuando ando por la calle. Pero los límites los pongo yo, no los dejo en manos de otras personas.
Recuerdo ahora –creo que no lo olvidaré jamás- a aquella pareja que tuve empeñadísima en que pasara por el quirófano para aumentar el volumen de mis senos que se habían quedado chuchurríos al dar de mamar a mi primera criatura. Nunca olvidaré tampoco la cara que él puso cuando le sugerí que se practicara un alargamiento de pene y un buen injerto capilar ya que, de lo uno y de lo otro, andaba escaso según mis gustos.
Otra anécdota de las buenas viene de la mano de una amiga que se quitó la papada –o una buena parte de ella- y me lo confió en secreto. Al cabo del tiempo, ella callada y yo callada, resultó que nadie de su entorno se dio cuenta del “arreglito”. Estaba claro que la miraban con buenos ojos y ella no supo apreciarlo. Pagó varios miles de euros no deducibles.
¿Y a qué viene esto después de varios párrafos yéndome por los cerros de Úbeda? Ah, sí, que quería recordarme que en esta vida hay muchísimas cosas que tienen gran valor e importancia. Valores humanos que muchas veces son valores sociales. Principios morales que hay que mantener incluso como “finales morales”. Y que el resto, pues eso, son zarandajas.
Felices los felices y los que usan agua y jabón.
LaAlquimista
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