Se me había olvidado que en este lugar, los lunes a las siete y media de la mañana, viene el jardinero con su máquina de hacer ruido…Así que le doy los buenos días desde la ventana, le pido que pode un poco la buganvilla de mi apartamento que se desparrama como loca e inauguro la semana como a mí me gusta: sin compromisos a la vista, ni obligaciones, ni citas, ni clases, ni rien de rien.
La terraza está húmeda de la noche porque está rodeada de cipreses, jazmines y plantas hermosas de las que desconozco el nombre –además de la presidenta de todas: la buganvilla rosa fucsia- que es precisamente el “must” de este apartamento que me permite estar al aire libre todo el tiempo que quiera sin quitarme la ropa de casa.
Hace fresquito mientras desayuno –me he traído té y pan de semillas y algo de fruta, tendré que hacer la compra, qué pereza- y aprovecho para leer la prensa digital –no puedo estar desconectada de lo que pasa en el mundo- y escribir mis fruslerías; me sigo desperezando y me tomo el tiempo demorado para ir a la playa a pasear con los pies en el agua. Suelo bajar en coche a la playa a pesar de que la tengo muy cerca así me ahorro acarrear la silla y la bolsa y, sobre todo, que en el maletero llevo los bastones de marcha nórdica y la ropa de deporte (o así) por si cambio de plan o se levanta viento o vienen muchas nubes.
¡Había tanto sitio para aparcar que no sabía ni dónde hacerlo! Y la playa que se ofrece generosa, como si estuviera agradecida de que no la profanen tanto…hasta la temporada que viene.
Me gusta pasear hasta el pequeño malecón donde se ponen los pescadores: ida y vuelta son solo cuatro kilómetros, pero suficientes para “hacer hambre” de mar. Constato con sorpresa que el mar está calmo, como cansado después de tanta tormenta, necesitado –como todos- de descanso. Al entrar en el agua, con paso cauteloso, me tropiezo con un escalón de casi medio metro que me hunde casi hasta el cuello. Menos mal que sé nadar lo suficiente para no ahogarme en la orilla.
El placer es inefable, cualquier placer lo es y es intento vano pretender que los demás sientan lo mismo simplemente leyendo lo que yo estoy sintiendo en el agua fresca y limpia como si fuera la abuela de Ariel. ¡Ay, el escalón de arena desplazada, que lo he tenido que salvar a cuatro patas para volver a la arena!
Sigue sin haber duchas en la playa, las quitaron en toda Catalunya por la sequía galopante y ahora que están inundándose a galope tendido, no sé qué van a hacer con todo el agua sobrante. Podrían abrir las fuentes, digo yo, que una cosa es gastar el agua para quitarse el salitre y otra muy distinta calmar la sed del sediento que habrán pensado que también se puede saciar previo pago de este líquido embotellado en los chiringuitos.
La verdad es que paso de ir a hacer la compra, de meterme en un súper con un carrito, que no me apetece, que estoy en plan comodón. Así que vuelvo a casa, me quito la arena sobrante en la ducha del jardín –diferencia entre lo público y lo privado-, y me sumerjo en el agua más que fría de la piscina. El cuerpo me pega saltos por dentro.
Me pego una carrerita hasta casa –ocho pasos bien contados- y de cabeza al agua caliente del cuarto de baño. Al cabo de un rato y casi chorreando –que el pelo tarda en secarse al sol- cruzo la carretera que me separa de la “civilización” y me desparramo alrededor de una mesa en el jardín del bar/restaurante de enfrente. Cerveza fría y pescaditos. Ni con estrellas michelín, oyes.
Vuelvo a casa y me tumbo en el jardín, a la sombra, y me quedo traspuesta total. Antes de caer redonda me atraviesa la mente el pensamiento de lo afortunada que soy…
A eso de las cuatro planto el caballete y los trastos de pintar y pongo la música que imagino me espolea la inspiración –francesa o italiana, lo que tenga Alexa gratis- y emborrono el lienzo con la alegría e impunidad artística que me caracteriza.
De repente suena el timbre del apartamento y se me vuela el pincel del susto. Con el barrunto espeluznado de que sea algún vecino de esos que todo lo quieren saber, abro la puerta y me encuentro al dueño del bar, que me he dejado olvidada la gorra y me la trae para hacerme el favor. (Y yo me quedo perpleja, preguntándome cómo ha sabido este señor -en los sesenta, alto, de buen porte y mejor sonrisa- a qué puerta debía tocar) Como desde la entrada se ve la terraza y huele a pintura, me pide permiso para entrar y ni me da tiempo a pensar si le digo que sí o que no, que se me cuela hasta la cocina -es un decir- y que qué bien pinto, que dónde expongo, que qué colores, y yo acabo ofreciéndole un té –que lo he visto en las películas- y contándole un par de capítulos de mi vida mientras él me suelta a chorros su biografía.
Me invita a dar un paseo a la caída de la tarde –que tiene dos camareros en el bar- y yo le miento descaradamente usando mis trucos de siempre para escaquearme de invitaciones no deseadas. Por lo menos hoy, que lo que quiero es silencio, caminar entre los pinos dejando la mente vagar sin pensar en nada más lejano o importante que el pan tumaca y jamón que me voy a cenar esta noche.
Ni tan mal y ni tan feliz como los felices esos.
LaAlquimista