Hay cosas que sólo se hacen una vez al año, como tomar las uvas al son de las campanadas, la declaración de Hacienda o soplar las velas en una tarta. Son, de alguna manera, situaciones especiales que comportan un halo de ritual, de importancia, de fuera de lo común –para bien o para mal. En mi caso (y en mi casa) es el menú especial de Año Nuevo lo que da el contrapunto a los excesos gastronómicos precedentes, a la acumulación de lípidos, hidratos de carbono, azúcares y estabilizantes, colorantes y emulsionantes propios de la ingesta desaforada de comida y el exceso familiar con que se termina el año.
Por cierto que parece haber una relación directa entre la cantidad de comensales con la cantidad de comida ingerida; es decir, a menos personal, menos excesos. Y es que el pecado de la gula –como algún otro- tiene menos gracia en soledad…
Desde la txistorra de Santo Tomás hasta el último polvorón del año, pasando por foies y patés, salmones, frituras y fritangas, sucedáneos de cosas que ya no podemos comer porque pasaron a la historia, siguiendo por capones, pavos, corderos, cabritillos y cochinillos, besugos, rapes, merluzas y la gama de frutos de mar que va desde los langostinos de las antípodas hasta las langostas del vivero de aquí al lado, para terminar con los turrones, mazapanes, derivados del cacao, azúcares refinados y sin refinar y su majestad el alcohol en todas sus variantes, tipos de botellas y graduaciones. Todo esto, digo, bien distribuido en cuatro o cinco “celebraciones” nos habrá proporcionado un aumento de peso de entre uno y medio y tres kilos por cabeza.
Dice Murakami en su autobiográfico librito “De qué hablo cuando hablo de correr” que para ser consciente del aumento de peso, basta ir a una carnicería lejana al propio domicilio y comprar tres kilos de carne y caminar de vuelta a casa con ese peso en la mano imaginando que también lo llevamos alrededor de la cintura y en nuestro interior.
Pero no quiero ser desagradable; después de este listado vomitivo de comidas buenas y malas que nos hemos metido en el estómago, -unos más que otros- intento darle carpetazo al asunto culinario/gastronómico/navideño empezando el año de la manera más sencilla –y en mi opinión sabrosa- que conozco, que es la ingesta de unos huevos fritos con patatas y una buena siesta. Con platos de porcelana, copas de cristal y sábanas recién cambiadas, porque lo cortés no quita lo valiente.
Huevos de esos que tienen la yema amarilla, hijos frustrados de gallinas korrikalaris y del tamaño de una pelota de tenis, cocinados en aceite del mejor, bien caliente para hacerle las “puntillas” a la clara –ese bordado artesanal y mágico transmitido por las abuelas-, y acompañados por unas patatas de esas que vienen cubiertas de tierra, pero que saben a gloria, -todos tenemos un regalo en el corazón si sabemos limpiar “la tierra que lo cubre”- cortadas en gajos grandes, mecidas en el aceite suave para que se ablanden, como caricias que van in crescendo y rematadas con un golpe de calor abrasador en sus últimos instantes, el paroxismo del amor a la patata frita, mientras a su lado se doran, bailoteando a ritmo de valses de Año Nuevo, varios ajos cortados en obleas humildes y divinas a la vez. Descansa el conjunto dos minutos en papel de estraza, depositando el exceso de ardor y colesterol, y servido con una lluvia abundante de sal marina –no hace falta ir hasta el Himalaya por sal-, se presenta en el plato como un lujo al alcance de todos; tan sólo hace falta ponerle el suficiente amor a la cosa.
Con un caldo previo para templar el estómago y rematado el festín con una infusión de suaves arrullos, una buena copa de vino para adornar la mesa y asentar tanto amor y la compañía íntima, dulce y sonriente de quien está a nuestro lado tanto cuando comemos marisco como cuando lo que toca son huevos fritos con patatas.
Después sólo queda dormir un buen rato reposando los sueños y la esperanza que van a guiar el nuevo año.
Felices los felices.
Y Feliz Año Nuevo, que no es nuevo sino igual a todos.
LaAlquimista
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