Martes de lluvia en la capital y mucha gente atareada en el último día del año. Turistas en los free tours, colas para entrar a la catedral para ver el “Santo Grial”, que no para asistir a la misa, las cafeterías abarrotadas porque la lluvia sigue siendo una rara avis en esta tierra a pesar de las terribles inundaciones de finales de Octubre.
El placer del día consistía en el reencuentro con mi prima-hermana Marga después de cinco años sin abrazarnos; eso era lo importante en sí mismo, pero como a ambas nos fascina todo lo relacionado con el Arte, nos acercamos hasta el Palacio del Marqués de Dos Aguas que alberga el Museo Nacional de Cerámica, pero estaba cerrado sin previo aviso y a pesar de que la página web indicaba lo contrario. No teníamos plan B, pero en Valencia no es necesario porque basta con proponérselo y te topas con un edificio digno de interés.
Así que tiramos hacia la izquierda buscando refugio de la pertinaz llovizna matutina y quisimos probar suerte en el Museo Benlliure.
Este pequeño y recogido museo acoge la colección de la familia Benlliure preservando el ambiente de la casa donde vivió una de la saga de artistas más importantes de finales del XIX. Me gustan las viviendas donde el arte se enseñorea de padres a hijos, en este caso la casa donde crecieron José Benlliure, el pintor y su hermano Mariano, el gran escultor.
El enclave es toda una delicia para los amantes de la pintura, la escultura e incluso la arquitectura.
A la propia casa hay que sumar un conjunto de objetos y enseres que reproducen la vivienda original. Cuenta con unos 500 cuadros y dibujos así como unos fondos de 7.000 cartas de la correspondencia que Benlliure padre mantuvo con políticos, artistas y personalidades de la época.
Como estuvo de moda en aquellos años (Siglo XIX-XX) los que tenían dinero también obtenían placer en ser coleccionistas de objetos de arte y antigüedades y me sorprendió contemplar piezas cerámicas del siglo IV antes de Cristo, auténticas joyas de valor difícilmente calculable, en unas vitrinas malamente protegidas. Supongo que lo que unos era derecho para otros hubiera sido expolio; quién sabe nada.
El pequeño jardín bajo la lluvia y los naranjos lustrosos, recorrido con el placer que regala ser las únicas visitantes del Museo, nos pareció mucho más bonito que si hubiera estado bajo los rayos del sol. Existe una sensación inefable en ser “invitada VIP” en un lugar tan especial.
Contentas y felices por nuestra buena suerte no nos quedó más remedio que “rematar” la faena en un bar de pintxos al más puro estilo vasco –imitado-, lo que personalmente agradecí de corazón. ¡Cómo echo en falta los bares de mi tierra! Pero bueno, ya se sabe que donde fueres haz lo que vieres…si puedes.
Felices las felices, en todo momento.
LaAlquimista
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