En esta sociedad tan volcada en lo externo, en lo que está a la vista, donde se considera en primera instancia lo que va a verse en el escenario y no lo que se ha trabajado detrás del telón, suele ser de lo más normal fijarse en “cómo hacen las cosas los demás” antes de considerar “cómo las tenemos que hacer nosotros mismos”. Es decir, que ante una situación atípica prolifera la costumbre adquirida de observar la posición ajena antes de mover ficha. Obviamente, actuar así produce no pocos chirridos ya que nuestra forma de percibir los hechos difiere demasiadas veces de la del prójimo.
Si formas parte del grupo de personas que cultiva y defiende un criterio propio y sigue su camino aunque éste sea divergente del de los demás, lo tienes claro. Me refiero a situaciones comunes, de esas que nos pueden ocurrir a cualquiera, sin necesidad de salir en el telediario.
Pongamos un ejemplo. Imaginemos a un familiar anciano que vive solo y debe ser hospitalizado. Imaginemos que, desperdigados por aquí y por allá, sus familiares directos, van apareciendo en escena en la medida en que ellos mismos deciden: unos, por lejanía, tirarán de teléfono varias veces al día para que se vea que están preocupados por la salud del protagonista enfermo; otros, por obligaciones laborales o familiares, escurrirán el bulto con la boca pequeña. Y también habrá quien estará al pie del cañón sin dar tres cuartos al pregonero y haciendo lo que considera que tiene que hacer…
Y aunque parezca surrealista, también están aquellos a los que no se les avisa, los que se enteran de lo que está ocurriendo de rebote, porque tienen un amigo médico en el hospital que les dice: “Ayer visité a tu padre en cardiología, le veo bien” y el susodicho se queda sin color en la cara porque toda la sangre se le va a la vena de la sorpresa. Puede que, incluso, acuda a visitar a su padre, le atienda y le reconforte porque está adoptando la actitud que él elige en conciencia sin importarle lo que hagan los demás. No se trata de ser mejor o peor, de dar lecciones a nadie con falsas humildades o absurda generosidad sino de aprovechar cualquier oportunidad de las que se presentan a diario para hacer lo que tenemos que hacer sin importarnos lo que hagan los demás.
Por pura satisfacción personal, porque no hay cosa mejor que saberse dueño de los propios actos, porque hay una libertad incuestionable que permite elegir desde el amor y permite también no echar cuentas de la desconsideración de los otros.
Andamos en una edad en la que ya nos ronda la ancianidad de los padres, la enfermedad se enseñorea en los menos fuertes sin distingo alguno y no dejo de saber de quienes tienen algún familiar enfermo, necesitado, hospitalizado y a quien deben atender. También escucho quejas: que si mi cuñada no ayuda nada, que si mi hermana escurre el bulto, que si todo me toca a mí y ya no puedo más…
Quizás esas personas que se quejan podrían limitarse a hacer lo que su conciencia y su amor les dicte y no echar cuentas de lo que hagan o dejen de hacer los demás, que de ahí resucitan cuentas viejas, rencores como zombis y hasta los celos y las envidias que parece que no se van ni con agua caliente. La condición humana, una vez más.
Felices los felices.
LaAlquimista
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