Gaia no entiende de fútbol (ni de estupideces humanas).-
En estos días y por varias semanas me toca cuidar de Gaia, la chihuahua de mi hija pequeña que ha tenido que “huir” del estruendo valenciano de las fallas que –eso no lo sabíamos- duran un mes entero. El caso es que acojo gustosa en mi casa a quienes no soportan los cohetes, fuegos, mascletás y demás pirotecnias ruidosas.
Gaia conoce bien nuestras rutinas donostiarras; salida obligada matinal por el barrio, escapada a la playa o al monte después y a última hora de la tarde una “vuelta al ruedo” para cansarse un poco y luego poder descansar mejor.
Ayer había fútbol por segunda vez en la misma semana y ya sabemos que el barrio se cubre de porquería –en realidad, es pura mierda-, de cientos de motos en las aceras, de gente que lo invade malamente y que nos obliga a los vecinos a vivir en una especie de montaña rusa de odio y santa paciencia hacia los seguidores de tan imprescindible deporte. Así que procuro llevar a la perrilla lo más lejos de la marabunta humana para que no se asuste y pueda “hacer los deberes” en canina paz.
El Paseo de Errondo estaba oscuro por el lado de las vías del “topo”; es un lugar pelín inhóspito por lo poco transitado a pesar de verse atravesado por un “bidegorri” –carril bici-. De repente, como a veinte metros, vemos que se alza una sombra extraña formada por tres personas vestidas de negro, plantadas en la mitad y tapando el camino, con una actitud que por la oscuridad podría describirse de amenazadora. Con los brazos cruzados o en jarras me recordaron a una escena de película en la que sabes “que va a pasar algo”. Me detuve y tiré de la correa de la perra, pensando en cruzar de cualquier manera la carretera –a pesar de los coches que pasaban veloces-: no estoy yo para meterme en líos de ningún tipo y además la adrenalina me funciona como un tiro todavía…

Pues hablando de tiros, allí estaban, tres efectivos de la Ertzaintza bien plantados, haciendo de valla humana para que no pasara nadie que pudiera entorpecer la llegada de los autobuses de los distintos equipos: la Real y el Sevilla. Uno, azul, el otro, rojo, en una caravana de vehículos llena de luces que más parecía un desfile militar que otra cosa.
La perrilla, ajena a chuminadas futboleras, tiró de la correa y pretendió pasar entre los policías apostados frente a nosotras. Tiraba y tiraba para seguir SU camino, el de todas las tardes, su paseo entre hierbajos y olores varios que le fascinan y al que cree que tiene derecho –pobrecica ella-. Uno de los ertzainas se rio cuando se percató de la jugada y me explicó que no se podía caminar por los aledaños del estadio “de momento”. Gaia insistía en sus trece mientras yo intentaba explicarle que “con el fútbol hemos topado” y la cogía en brazos para alejarla de allí y llevarla a pasear por el otro extremo del barrio.
La policía municipal y los de movilidad se pusieron hasta el culo de llamar a la grúa para que retiraran los vehículos “mal” aparcados en el paseo previa prohibición y reserva de sitio para los autocares públicos. Llovieron multas como chuzos de punta, mientras los coches particulares y las motos invadían las aceras del barrio en una locura que se repite continuamente. El parque y su estanque acogió a la fuerza la basura, latas y vasos por cientos en un visto y no visto a pesar de que hay bares que cierran y otros que retiran el mobiliario de las terrazas. Vivo en un barrio sin ley y mi perrita no lo entiende.
Yo, tampoco.
Desde aquí mi enfado –y blasfemia contenida- “a quien corresponda”.
Y espero que no sean demasiado felices…

LaAlquimista

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