Que se han cumplido cinco años de aquel horror y les ha dado a todos por recordarlo en una especie de “celebración macabra”, tirando de hemeroteca, de indignidades políticas y jaleando los pelotazos de unos y los vergonzosos protocolos de otras. Contaré lo mío aunque a nadie le interese y así me refresco la memoria para decidir si “salí mejor” de aquella plaga o no.
La covid19 -y el Estado de Alarma- me pilló en México visitando a mi familia y tuve que “agradecer” al Gobierno de España que fletara aviones especiales para repatriar a turistas y despistados varios. No fueron billetes gratuitos, ni muchísimo menos; Iberia me cobró por un vuelo de Yucatán a Madrid la friolera de 1.800€ en un “lo tomas o lo dejas”, donde aterricé con el confinamiento en marcha y pude llegar a Donostia en un único autobús fletado por ALSA. Cuando llegué, mis vecinos me habían dejado en la cocina víveres diversos y una bandeja entera de cariño.
Viviendo sola me tocó lidiar con la soledad más que impuesta echando mano de todas mis reservas de santa paciencia, resiliencia y libros y películas. Hablando por videoconferencia con mis hijas –a la sazón en México y Alemania-, y por teléfono con todo aquel que se me ponía a mano, que hubo gente que no tenía ganas de charla y me pidieron que, por favor, no les llamara, que estaban muy deprimidos encerrados en casa con su pareja o sus hijos.
Lo único que puedo contar es que no me contagié del virus hasta después de vacunarme y cuando se levantaron las restricciones de movilidad. Lo que quiero recordar es que me busqué la vida como gato panza arriba; que aproveché todos los horarios permitidos para salir a la calle y caminar la ciudad de punta a punta. Que salí en horario de jubilados y en horario de sacar al perro –aunque mi Elur acababa de fallecer-. Que bajé a la calle al estanco por la tarde –aunque no fumo-, a la farmacia al mediodía –aunque no entraba- y al colmado de la esquina justo cuando abrían para comprar lo de una semana en pequeñas dosis diarias.
Que no aprendí a hacer pan, que consumí poquísimo papel higiénico, que no hice gimnasia en casa ni me pasé el tiempo en pijama. Que, cuando fue posible, nadie me invitó a su “burbuja” y fue entonces cuando empecé a tachar a gente de mi lista mental. Hubo familiares que se metieron en su propio búnker y se rompió la relación; hubo amigas que no querían salir ni con mascarilla doble y casco de moto. Hasta mi última pareja de varios años dejó de enviarme guasaps para ver si estaba viva o muerta.
Lo más difícil fue sobrevivir emocionalmente, sin un maldito abrazo que llevarme a la boca.
Han pasado cinco años, sí, y ahora me doy cuenta de que la maldita pandemia sacó lo peor de nosotros extendiéndolo a los cuatro vientos. Tan solo se libran de mi encono los profesionales que ayudaron a salvar vidas. Los demás, los miedosos, los cobardes, los que te decían “¡no te acerques”! y te miraban con aversión manifiesta si se cruzaban contigo por la calle, a esos, desde entonces, ni agua.
Como anécdota personal diré que pasé la Covid-19 en Berlín, visitando a mi hija en el mes de Mayo y que tuve la “suerte” de que me pillara bajo techo y de que ella me cuidara con toda la abnegación y amor del mundo.
Menos mal, porque si me pilla en Donostia, sola en mi casa, me meten en el hospital y allí me quedo a rumiar mi soledad.
En fin. Recordar por si sirve de algo…y si no, pues borrón y cuenta nueva.
Felices los felices.
LaAlquimista
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