“La mejor lotería es la salud” repetía cada año mi amona Julia cuando, el día 23 de Diciembre con el periódico extendido encima de la mesa del comedor, después de haber comprobado que las diversas participaciones que jugaba en la Lotería de Navidad habían quedado en pura ilusión de papel mojado. Entonces ella soltaba su “perla cultivada” y yo pensaba que era una simpleza típica de su edad y condición. El que no se consuela es porque no quiere, añadía.
Pues resulta que ahora he sido yo misma la que me he quedado sorprendida, envuelta en un déjà vu, al escuchar después de tantos años esta frase de mi propia boca dirigida a una vendedora ambulante de lotería que me quería colocar su mercancía para el sorteo del lunes 22 de Diciembre.
Ahora ya no hace falta esperar al día siguiente para ir rastreando sobre el papel los números premiados y buscando “la pedrea”; basta con un clic en Internet y ya sabemos que este año tampoco nos haremos ricos en euros. Y con la pequeña rabieta y desilusión de que ni siquiera vamos a recuperar el dinero jugado. Entonces es cuando nos queda el consuelo ese de pensar que teniendo salud ya es suficiente.
¡Qué regalo tan maravilloso poder despertarse cada mañana sintiendo que no duele nada! Desayunar sin tener que tomar pastillas con el café, ni apuntalarse la jornada con medicamentos diversos. Poderse agachar sin que cruja todo, llevar las bolsas de la compra en plan “mula Francis” con bastante naturalidad; bajar o subir las escaleras a pie sin que parezca una hazaña, en fin, esos pequeños “retos” cotidianos que estamos obligadas a afrontar las personas que “tenemos una edad” más que sustancial aunque todavía sustanciosa.
Hablar de los temas de salud es algo recurrente a partir de cierta edad y no me agrada en absoluto, pero entiendo que cada quien tiene derecho a expresarse según sus deseos y necesidades. Otra cosa es que seamos conscientes de que si fichamos por el equipo de las quejas nos mirarán con cara incomprensible quienes hayan decidido aguantar estoicamente las “goteras y desconchones” de los que no se libra ningún “boomer” –que así me llaman ahora, qué graciosos…
Procuro callarme como una muerta y ni contar ni dejar de contar los males que de vez en cuando me aquejan. Porque si los pongo encima de la mesa es como si, de alguna manera, les diera más carta de naturaleza de la que tienen, y si los obvio me siento mucho mejor porque reservo mi energía para cosas más positivas.
Por no hablar de las “enfermedades del alma”, esas que acarreamos en forma de piedras en la famosa mochila que hay que ir aligerando de peso de vez en cuando. Porque… ¿existe una relación directa entre la infelicidad y el desequilibrio biológico? ¿Se puede pasar de la frustración, la tristeza o la impotencia a la enfermedad?
Tengo la costumbre de decir que “no me duele nada porque soy moderadamente feliz”; esto puede ser una “boutade” de las mías o una gran verdad, según las ganas que tenga uno de polemizar, pero si vuelvo la vista atrás constato sin duda alguna que los desequilibrios corporales que me aquejaron alguna vez se correspondían en el tiempo con desequilibrios internos, afectivos, anímicos o de falta de autoestima.
Al final, todo terminó cuando puse de mi parte por que terminara. Y solucionado lo emocional se curó lo físico. O al revés, que todo está relacionado.
Así que mis esperanzas e ilusiones – las pocas que pululan por ahí adentro de mí- no están puestas en el sorteo de la Lotería de Navidad sino en el trabajo cotidiano para sentirme lo mejor posible conmigo misma.
Y sí, ahora puedo decir, como mi querida amona Julia…”la mejor lotería, la salud”.
Felices los felices.
LaAlquimista
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