Como mujer que vive sola desde hace muchos años tengo incorporadas a mi rutina una serie de precauciones que no garantizan nada, pero que me hacen sentir un poco más “segura” en el ir y venir por la vida. Una de ellas, y muy importante, es la de no perder las llaves o dejármelas puestas al salir y no poder entrar en casa. Ya me ocurrió una vez hace años y el cerrajero del seguro se tiró cuatro horas –lo juro, cuatro horas- hurgando en la puerta blindada hasta conseguir descerrajarla y que se abriera. De mi bolsillo tuve que pagar el nuevo bombín y las nuevas llaves de seguridad, pero no se me olvidarán aquellas cuatro horas que me tiré sentada en la escalera escuchándole jurar en arameo al profesional del gremio que, desde luego, como ladrón a domicilio no tenía ningún futuro.
Así que desde entonces ya no hay peligro de que me deje las llaves puestas por dentro porque el sistema que utilizo no lo permite, pero lo que sí me puede ocurrir es que las pierda en la calle o me roben el bolso con todo el montón de cosas que suelo llevar dentro, razón por la que mis vecinos –protectores- guardan un juego de repuesto. Pero, claro, ellos tienen su vida, sus horarios y no están pendientes de mis entradas y salidas.
Los tres párrafos anteriores no son más que un relleno para decir que tengo otro juego de llaves en el coche, lo que me obliga obviamente a llevar siempre encima las llaves del mismo. Es como un juego de dominó que va empujando una ficha tras otra en cuanto se tambalea la primera, una situación que se deriva de mi pánico a quedarme en la calle sin poder acceder al techo protector si me pasa algo malo.
Las llaves, el teléfono, la cartera y las gafas, que se salvan porque estoy operada y veo de cerca y de lejos como el lince ibérico. Regla mnemotécnica: “YA TE CA GAS” de: llaves, teléfono, cartera y gafas. Una tontería, pero sirve.
Hace años que quité la bañera y puse plato de ducha para no caer en la tentación de tomar más baños de espuma –que me fascinaban- y romperme la crisma por una caída o resbalón al salir de la bañera. Por la misma razón me he deshecho de esa alfombrita que todos tenemos a los pies de la cama y con la que casi todas las mañanas me tropezaba al levantarme. Las zapatillas de andar por casa las llevo antideslizantes y que me agarren bien el pie que un tropezón tonto en el pasillo te puede regalar un esguince.
No me subo a un banquito, silla o escalera para alcanzar cualquier cosa NI LOCA, por lo que los altillos de los armarios están vacíos y guardo lo que necesito al alcance de la mano y lo que no uso lo regalo o lo tiro; nada de almacenar ollas, fuentes y jarras del año de la pana. A ras de suelo están mejor las cazuelas y las sartenes que así hago sentadillas y flexiones de piernas que son bien buenas. Si tengo que cambiar una bombilla quito la luz de toda la casa no me vaya a dar un zurriagazo, y no tengo gas porque el fuego me da pánico: todo eléctrico, hasta el cepillo de dientes.
Todas estas precauciones son geniales, pero de poco me sirven si –como el otro día- me dejo el bolso olvidado colgando de la silla de una cafetería. Me di cuenta en la esquina cuando busqué el móvil para mirar la hora y al volver a toda prisa a trotecillo ligero me tropecé con el escalón de entrada y caí al suelo como si me hubieran echado una maldición rumana. Puse las manos por delante gracias a la amígdala cerebral que se activó automáticamente y todo quedó en el susto y los aspavientos de los clientes que se apresuraron a ayudarme a recuperar la vertical. El bolso, seguía en su sitio.
Quiero decir con esto que por mucho que nos volvamos precavidos, maniáticos o neuróticos con las goteras de la edad no sirve de mucho dar rodeos para evitarlas. Mejor cruzar los dedos y rezar un rosario. O dos.
Felices los felices.
LaAlquimista
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