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Cecilia Casado

A partir de los 50

Una de funerales

 

Se ha muerto el padre de un amigo y he ido a darle el pésame. En persona, que es como se hacen estas cosas, nada de usar el teléfono o el whatsapp –menuda felonía-. Mi amigo vive en un pueblo del Baix Penedés y agradeció que me hiciera ochenta kilómetros para pasar con él unas horas a la vera de un café con leche, que era lo que apetecía habida cuenta de que caían “capuchinos de bronce” sobre la masía donde habita.

Sabiendo, como yo bien sabía, que la relación con su padre no había sido buena en los últimos años –más bien ni se hablaban por una pelea por la venta de unos terrenos-, le dije que aprovechaba la coyuntura para verle ya que a él no le venía bien desplazarse a visitarme a mí. (No dije lo de “matar dos pájaros de un tiro”, pero casi se me escapa).

El café con leche de media mañana se alargó hasta las seis de la tarde, mediando una coca de verduras y un arroz a banda que alguien tuvo el detalle de cocinar para nosotros.

No pensaba convertir en un post la conversación mantenida con él si no fuera porque, en un momento determinado me soltó una perla cultivada. “A los muertos se les entierra habitualmente en un sudario de mentiras.”

(En ese momento se me atragantó el bufat con el que estaba acompañando el café de media tarde)

-¡Oye! –le dije,- esa frase la he leido esta misma semana en un libro  de Siri Hustvedt , “Un verano sin hombres”.,,

– ¡Ah, no, no, yo no he leído a esa autora en mi vida,!–  me contestó.

¿Cuál es el motivo por el que “no se debe hablar mal de los muertos” o en su defecto “respetarlos” aunque en vida se hayan comportado con sus semejantes de forma poco amable y generosa?

Todo el pueblo sabía que su padre había sido un “tarambana”, que había “comido fuera de casa” siempre que le había convenido. Incluso llegó a desatender a sus propios hijos, a su “santa” esposa y engañó y malversó fondos comunes a algunos amigos o socios con los que quiso llevar a cabo algunos negocios.  Cuando enfermó (de cáncer) exigió que su legítima le cuidara aunque nunca soltó la llave de la bolsa de los dineros.

Entonces, lo que él no comprendía, mi amigo, el hijo de este difunto, es que al morir y volver los hermanos al pueblo, la gente viniera a darle el pésame con cara compungida si él mismo sabía que, en su interior, jamás le habían demostrado ley sino todo lo contrario, precisamente por ser “el hijo de”. De ahí su frase, de ahí su enfado o su dolor a partes iguales.

Incluso el cura que ofició el funeral –me contaba- hizo una glosa de la figura del padre difunto que no correspondía ni de lejos con la realidad. Y la iglesia, llena.

Mi papel, en esos momentos confusos de la vida de mi amigo, no podía consistir en nada más que escuchar y escuchar. Porque… ¿qué iba a decirle? ¿Echar más leña al fuego? ¿Hacerle reflexionar y pensar que-quizás- todas esas vivencias familiares fueron así para que él (y el resto de la familia) aprendiera algo esencial?

Comimos el arros bajo la parra del patio, con un vino “ull de llebre” que se iba del mundo, mientras nuestros estómagos intentaban digerir el arroz y el all i oli y su corazón digerir el dolor por lo no vivido, por el amor escamoteado, por el respeto huido.

Me dijo: “tú escribe lo que quieras, pon en tu blog que estuve a punto de no ir al funeral de mi padre –y que si lo hice fue por mi madre, por no dar más habladurías-, que me mordí los puños por no interrumpir al cura cuando dijo que “nuestro hermano en el Señor que nos ha abandonado lleno de amor”, era una frase incierta, que nunca amó a nadie de verdad, que fue un egoísta, un mal padre (y creo que un mal marido también), que no ejerció de abuelo jamás con mis hijos, que apañó papeles para robarnos a los propios hijos la herencia del abuelo, que…, cuéntalo todo y si sirve para ayudar a alguien…me daré por satisfecho”.

Lo peor de todo es que mi amigo va a tener que realizar ahora un gran trabajo; el de perdonar a su padre y perdonarse a sí mismo si acaso no es capaz de perdonarle.

Es lo que tiene la muerte, que nos pone a todos (los que nos quedamos) en nuestro sitio y entonces… ¿cómo hacer para seguir viviendo en paz?

En fin.

LaAlquimista

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


septiembre 2013
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