Los que vivimos en el antipático asfalto de la ciudad solemos tener una tendencia irrefrenable a buscar ese “cambio de aires” que la imaginación suplica para sentir que no es la rutina la que manda en la mente y en el guión previsible de la vida. Y de ahí la “necesidad” de marcharse a otro sitio, con muchos kilómetros interpuestos a ser posible y metiendo en una maleta las cosas que nos hemos convencido nos son imprescindibles.
Pero como no siempre se puede viajar con pasaporte, es bueno tener a mano alternativas sencillas, cómodas y baratas que alegren el espíritu y alejen el cuerpo de los ruidos y humos urbanitas.
No sé cómo se las arreglarán quienes vivan en una gran urbe, quizás para “tomar el aire” tengan que meterse entre pecho y espalda varias horas rodando en coche o en tren, pero aquí mismo, en esta pequeña ciudad desde la que tecleo, San Sebastián, tenemos el privilegio de poder “cambiar de aires” tan sólo con el pequeño esfuerzo de “desgastar la zapatilla” media hora escasa.
Creo que es ése el tiempo que se tarda en llegar al precioso parque de Cristina Enea desde cualquier punto de la ciudad, más o menos.
Cada vez que dirijo mis pasos hacia su verde frondoso me convenzo de que abro una puerta por la que me cuelo en otro mundo diferente, fresco, limpio, a salvo del ruido, del tráfago, de malos humos y de la nube de nervios que rodea a la ciudad y a no pocos de sus ciudadanos.
Imagino que soy la dueña y señora del parque, como en los tiempos en que el Duque de Mandas –su dueño otrora, antes de donarlo a la ciudad- cuidaba este lugar como espacio semi-sagrado lleno de especies arborícolas traídas de aquí y de allá, de animales decorativos y otros para divertirse y con zonas frescas y húmedas para aliviar el calor veraniego (eran tiempos en que el verano seguía fiel al calendario).
Imagino –o recuerdo, no lo sé muy bien- que juego con unos pequeños monos saltarines, acerco mi mano con hierba fresca a los cervatos que pastan libres, descanso el cuerpo bajo un árbol frondoso mientras los pavos reales me miran sin recelo.
Imagino que este parque es mi pequeño reino de silencio y paz donde cualquier día, con penas o sin ellas, puedo solazarme y llenar mis pulmones con un aire limpio, distinto, benéfico para mi cuerpo y dulcificador de cualquier ansiedad.
Adoro los rincones para leer sosegadamente, dejando que el tiempo pase las páginas del libro. Busco los juegos de sol y sombra para ir acomodando mi piel a la temperatura –ora fresca, ora cálida- del día. Hay agua para beber, hierba para tumbarse, bancos para quien prefiere el clásico descanso.
Llego al parque como una invitada de lujo y lo abandono como una reina que disfruta de sus dominios. Dejo en su aire la mejor energía que poseo y me llevo en los pulmones y en el alma el regalo de sus dones generosos.
Y cuando esto escribo ya he olvidado a quienes lo atraviesan a gran velocidad con sus bicicletas a pesar de estar terminantemente prohibido. También olvido a quienes se llevan a la familia a hacer un picnic y jugar al balón y hacen ruido y gritan y asustan a los pájaros y supongo que no saben leer porque los letreros dicen bien claro lo que se puede y no se puede hacer en el parque que es de todos y para todos.
Esta gente que no sabe respetar el silencio amable de la naturaleza, que disturbia el equilibrio precario de un parque en medio de la ciudad, quizás algún día se dé cuenta de lo que están estropeando. Quizás el Ayuntamiento tendría que pagar a un funcionario para que, como en otros tiempos, vigile que los ciudadanos poco dados al respeto a los bienes comunes, sean puestos en el sitio que les corresponde: fuera del parque.
En fin.
LaAlquimista
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Fotos: Cecilia Casado