Vaya por delante que el título del post de hoy lo he puesto en un impulso irrefrenable después de salir de la ducha y mirarme al espejo mientras me secaba. Vamos, que me he visto “gorda” en comparación a cómo estaba hace unos pocos años.
He sonreído a la imagen que se reflejaba en el azogue, me he sonreido a mí misma con muchísimo amor –que es lo que me merezco siempre- y me he dicho en voz alta: “Ser feliz engorda un montón” Y me he quedado más ancha que larga (y nunca mejor dicho).
Porque quién me ha visto y quién me ve, yo que siempre he sido una chica “alta y delgada” ahora ya tan sólo soy alta; toda la vida comiendo lo que me daba la gana sin engordar ni cien gramos después de salir del restaurante y ahora, pues ya hemos llegado a ese punto de no retorno, donde parece ser que me voy a quedar para los restos junto con decenas de miles de mujeres de mi edad: en la franja de los setenta kilos en adelante.
En realidad esto no es de hoy, sino que se ha venido gestando
en los últimos cinco años, justo el tiempo exacto que llevo prejubilada, es decir, con un cambio de ritmo existencial sustancial y bien definido.
Pero analicemos.
Me pasé la vida corriendo de un lado para otro; desde el punto de la mañana hasta la medianoche sin parar un minuto: madrugón, prisas, coche, trabajo, peleas, cansancio, casa, hijos, familia y otras hierbas -entre las que incluyo todas las relaciones que provocan disgusto, desasosiego, malestar y deterioro espiritual, incluyendo clientes insoportables, jefes abusadores, compañeros de trabajo insolidarios, amigos trapaceros, conocidos desagradables y vecinos antipáticos.
Y todo eso me tenía en una tensión nerviosa continua; ni sé cómo sobreviví sin caer enferma de gravedad –como tantos y tantas de mi quinta- arrastrando el peso de la responsabilidad mal reconocida y peor remunerada en el trabajo, la angustia de un matrimonio que no funcionaba en lo básico que se espera de una pareja que dice amarse y la constante batalla interior por hallar el resquicio que me condujera a la paz conmigo misma. Eso adelgaza una barbaridad; de hecho, es insano la mayoría de las veces y a la vista lo tenía yo en muchos amigos y conocidos con cuadros de baja por depresión, ansiedad o simplemente tumores sin sentido donde antes había personas sanas y tranquilas.
No podía disfrutar de la vida más que los fines de semana y en vacaciones, cuando conseguía arrancarme temporalmente la losa de obligaciones que me producían un cansancio –físico y mental- infinito. Soy hija de mi tiempo, igual o muy parecida a casi todas las mujeres de este lado de la geografía: estudios, trabajo, familia, hijos… ama de casa y profesional a la vez, dos situaciones que adelgazan muchísimo sin necesidad de ir al gimnasio ni comer lechuga dos veces al día.
Lo peor de todo es que estaba convencida que esa ausencia de felicidad en mi vida cotidiana era lo normal, porque así lo veía yo en la mayoría de las personas que me rodeaban o con las que me relacionaba. Infeliz, pero con la talla 38, por supuesto…
Desde hace unos años las cosas han cambiado en mi vida. Y han cambiado para bien, de eso me he encargado yo misma en primera persona, sin delegar el trabajo en nadie…
Y con tanto disfrutar cada minuto de mi vida, con tanta paz y descanso y con los años a cuestas, todo ha empezado a aprovecharme y a rellenarse la piel que antes tiraba de reservas para soportar el estrés, la tensión y el cansancio.
Me ha costado aceptar que he subido dos tallas en cinco años, pero creo que lo he conseguido. Sé que es el precio que tengo que pagar por ser feliz. Así que aquí me quedo, que los sudarios son “talla única”.
Hoy me voy de “comiditas” con mi gente de este “mi otro mar”, que el día está estupendo y hay que celebrarlo.
En fin.
LaAlquimista
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