El lunes es el día perfecto para replantearse la vida; como un punto y aparte inaugurar un capítulo de la propia biografía, la posibilidad de rectificar el rumbo para insuflarle otro aire a la semana. El lunes es el día magnífico en el que todo es posible aunque no sea más que para llevar la contraria a quienes lo tiñen de gris. Si uno quiere, estrenar semana es tanto como estrenar zapatos o un nuevo amor que alborote el sur de la anatomía. Por hacer algo, yo los lunes miro al cielo y, si no llueve, me voy a “mi” banco.
Desde mi banco tengo tribuna preferente para asombrarme con esos que corren como si les fuera la vida en ello; me distraen con su machacón zapatilleo de mis pretendidas cavilaciones filosóficas; levanto la vista y me voy unos segundos en pos de su frenética carrera, sobre todo de los que ostentan una edad más que provecta y se me antoja que hacen oposiciones al infarto o por lo menos a un sofocón nada saludable, nunca creí que la solución al exceso de grasa fuera correr como si te persiguiera un perro rabioso sino dejar de ingerir grasas y que el cuerpo haga su trabajo que para eso está.
“Mi” banco es viejo y está descuidado, como tantas cosas en la vida, en mi propia vida; supongo que los presupuestos se dedican a lo visible y no a lo que está en tercera fila –yo también hago lo mismo, a veces le doy “chapa y pintura” a lo externo y dejo para otro momento los “retoques” interiores, mucho más trabajosos, arduos y de elevado precio. “Mi” banco tampoco es especialmente cómodo para unos huesos de tantas primaveras como los míos pero tiene una condición privilegiada: está apartado del sendero principal y del encuadre de fotografías. Disfruto tanto la soledad que alguna vez he mirado a derecha e izquierda sin ver a nadie, como si también fuera “mío” el parque además del banco y he jugado a sentirme privilegiada de habitar por unas horas un lugar libre de pasos cansados, vacío de energía humana de esa que acarreamos echando chispas y esparciéndola como esporas o- lo que es peor- como virus.
Mi perrillo Elur se sienta a mis pies y espera pacientemente a que yo empiece y concluya mis rumias, cavilaciones o ensoñaciones. Si hace solecito se adormece y coge postura, él está bien si está a mi lado… ¡quién pudiera decir otro tanto de la compañía humana! En realidad voy a ese parque a practicar una actividad que me es grata y provechosa: no hacer nada en absoluto más que estar bajo un árbol, respirando aire puro y en silencio. Quizás algunos le llamen “aburrimiento”, para mí es como “no hacer nada y luego descansar”.
Hay muchos lugares bonitos, recoletos, íntimos y hasta bucólicos, pero que tengan banco donde relajarse no hay tantos. Por eso me he “pillado” éste que es como tener un refugio cercano y distante a la vez, perfecto para mimetizarme con el paisaje y dejar de ser ciudadana por unas horas y no ser más que sombra del árbol, brisa del viento o silencio, sin más.
Todos deberíamos poder contar con un “banco” para descansar del ajetreo de la vida; un banco de madera vieja o un ser humano –tanto da- que nos permita sentarnos a su vera, en silencio, y saber que ese es nuestro lugar ideal de descanso. Aprender a estar en soledad silente y, a pesar de ello, sentirse bien con uno mismo, no es tema baladí. Se empieza así y se puede acabar siendo casi feliz.
En fin.
LaAlquimista
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Foto: Cecilia Casado