Reprochar es echarle en cara algo a alguien, sin interpretaciones de ningún otro tipo. Y aclaro esto de entrada porque sigo teniendo alguna discusión cuando tengo que escuchar frases del tipo: “Yo no hago reproches, pero… “ y los puntos suspensivos son rellenados con una expectativa incumplida que estaba únicamente en la mente y el deseo de quien lanza el reproche o reconvención.
No solamente funciona el reproche como arma arrojadiza fácil de conseguir y de utilizar dentro de la pareja, aunque es el territorio en el que se mueve “como en casa”, sino que también da saltos y brincos por todas las ramas del árbol genealógico. De hecho, incluso rinde visita a la amistad y ya no digamos lo que se palpa en el ámbito laboral.
De reproches sé mucho; casi podría decir que soy una experta, de tantos y tantos que he tenido que digerir a lo largo de mi vida. Los vi en el hogar desde pequeña disfrazados de “chantajito emocional”, ya sabéis, ése: “haces tanto ruido que ahora ya no puedo quitarme el dolor de cabeza” o “si hubieras llegado un poco antes habrías visto todavía al abuelo con vida”, cosas así, absurdamente malignas pero que se te quedan grabadas a fuego.
Me han reprochado de todo en esta vida: desde no ser una “hija como Dios manda”, a no ser “una esposa conveniente” para terminar la trilogía reprochadora con el no avenirme a ser “una madre al uso”. Qué le voy a hacer, cada uno es como es y nunca he llevado bien el tema de que se empeñaran en cambiarme desde el tuétano hasta el corte del flequillo. Y como no me dejaba, pues me lo reprochaban; y como no sabía demasiado de la vida me sentía culpable; y como me sentía culpable aceptaba que se me “castigara” de alguna manera; y como me castigaban era infeliz. El círculo perfecto.
Cuando alguien le reconviene a otro por no hacer las cosas tal y como se esperaba de él, eso es un reproche. Cuando le echas en cara a una persona que no se está comportando como tú querrías que lo hiciera, eso es un reproche. No vale disfrazarlo de eufemismo, en plan, “yo digo lo que pienso y pienso esto de ti, no te reprocho nada, tan sólo te comunico mi sentir”. Ah. Bueno. Vale, pues qué bien.
Y si dices, espera, espera… ¿qué tienes tú que reprocharme a mí? Entonces el gesto se tuerce porque a nadie le gusta que le tilden de reprochador y puede que se rasguen las vestiduras jurando que, “por favor, los reproches son de gente miserable, yo no los hago jamás” y se te queda la cara a cuadros y el reproche flotando a la altura de los ojos como un remolino de polvo.
Mis reproches tienen número de identificación. Reproché amargamente el fallido cumplimiento de ciertas promesas hechas ante un cura o un juez. Reproché que se me hubiera despojado de mis bienes terrenales haciéndome firmar por encima de una letra tan pequeña que no se podía leer. Reproché, en fin, que no me hubieran dado el amor que me merecía cuando todavía no había hecho nada para dejar de merecérmelo. Lo reproché todo y pasé página.
No sé porqué no hacen los demás lo mismo y vivimos en paz de una vez.
En fin.
LaAlquimista
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