Hace poco escuchaba la pena ribeteada de alegría de una amiga cuyo hijo ha marchado a Australia por siete meses aprovechando una oportunidad de adquirir experiencia en su especialidad. Ella sabe que, si todo sale bien, ese hijo se afianzará en las antípodas, quizás se enamore, quizás le contraten, quizás ya no vuelva a este país, y mi amiga se enfurruñaba consigo misma por no poder sentir alegría sin más por el hijo que busca su camino en vez de rumiar la tristeza de la más que presumible separación “sine die”.
Y me he puesto a hacer recuento de cuántos de mis amigos, conocidos o vecinos tienen a los hijos en la otra punta del mundo, cuántos son los que “vuelven a casa por Navidad” y cuántos se quedan anclados en la nueva tierra que les acoge. La lista se hace exhaustiva y cuanto más larga más me va pesando, supongo que es porque yo también formo parte de ese nuevo colectivo de “padres con hijos lejanos”.
En una época de este país, hace tan sólo unos sesenta años, miles de personas tuvieron que exiliarse huyendo del enfrentamiento político y de una guerra cruenta. Fueron nuestros abuelos (o los abuelos de cualquiera) que marcharon a países amigos que les acogieron en su éxodo por salvar la vida. Fueron países de habla hispana en su mayoría–que no eran tiempos de saber idiomas-, mientras que ahora ya marchan nuestros hijos a cualquier parte del mundo, con su FCE (First Certificate English) en el bolsillo que vale lo mismo para trabajar en China que en Melbourne.
Ahora la historia se repite, pero sin sangre de por medio, tan sólo para poder hallar el camino que lleve a un futuro cada vez más incierto.
Dicen las estadísticas que ya hay casi dos millones de emigrados españoles entre “los que se ven y los que no se ven”, porque la gran mayoría no se inscriben en los Consulados extranjeros sino que permanecen como “turistas” apurando los plazos para renovar la visa volviendo a salir y entrar al país en el que se han “refugiado” para dar salida a su necesidad vital de trabajar.
Unos son aventureros de corazón, los que subieron a un avión contentos, con la ilusión de vivir la vida en cualquier lugar, ausentes de miedo e incertidumbre, como mis hijas. Pero la mayoría agarraron el pasaporte a la fuerza, porque aquí no había nada para ellos, porque sus estudios y sus títulos (que tanto habíamos valorado nosotros, sus padres) aquí no valían nada o casi nada y no les quedó más remedio que marchar hacia Oriente o hacia el otro lado del charco o a las Antípodas donde (todavía) parece que se puede encontrar un trabajo acorde con los propios conocimientos. En el Norte, ya se sabe, las posibilidades de que un título universitario abra puertas son mucho menores; las cocinas de los restaurantes están llenas de licenciados.
Tener a los hijos lejos de casa nos ha trastocado la vida a toda una generación de padres que andamos viajando de acá para allá para mantener la relación con ellos y no limitarla a las tristes sesiones de Skype. Tener a los hijos lejos de casa nos hace abuelos de pacotilla, nos quita “el as en la manga” que guardábamos para la vejez: los nietos y sus alegrías.
Tener a los hijos lejos de casa porque ellos eligieron irse y son felices volviendo en vacaciones no es lo mismo que tenerlos a la fuerza, sabiendo que sufren, que luchan, sin que desde casa se pueda hacer otra cosa más que mandarles unos cientos de euros de vez en cuando para que sientan que no se les ha abandonado.
La próxima generación va a venir con “doble nacionalidad”; ya no serán españoles sino mitad americanos o mitad japoneses o vaya usted a saber, serán los hijos del éxodo de la crisis del siglo XXI y más nos vale tomarlo a risa porque lo de “ocho apellidos vascos” o catalanes o de donde sean quedará en chascarrillo de película. Lamentablemente. Y si no, al tiempo.
Tengo dos hijas y las dos están afincadas –de momento- en México. Y mi primera nieta ya es mexicana. La vida nunca es como uno la había imaginado y nos obliga, a los mayores de cincuenta, a reubicar nuestros valores, actualizar los criterios y, sobre todo, llenar los corazones de amor y de paciencia para no amargarnos la vida, esa vida que soñábamos tan distinta…
En fin.
LaAlquimista
Por si alguien desea contactar: