Supongo que a casi todos nos habrá pasado alguna vez que coincidimos en un sitio pequeño con una persona desconocida de la que no podemos alejarnos –un avión, la cola del paro, un tanatorio- y que nos cuenta su vida y milagros sin que esté en nuestra mano hacer otra cosa que escuchar con mayor o menor educación. Son esos “absolutos desconocidos” que aparecen también al doblar la esquina de cualquier red social y que nos toman por confidentes improvisados, aunque la huída de estos esté a tiro de “click”. Guardo en mi biografía no pocas anécdotas –más o menos divertidas, más o menos sabrosas- de personas que me han tratado como si fuera su terapeuta de bolsillo sin conocerme absolutamente de nada. Pero ahora toca darle la vuelta a la tortilla y ser sincera.
Este post está preñado de una carga emocional muy fuerte, la que traje en mi equipaje al regreso de mi último viaje a Yucatán, a donde fui a pasar las Navidades con mis hijas y conocer a mi primera nieta. Vivencias inusitadas, inesperadas y sorpresivas que me asaltaron a traición y se me quedaron agarradas a todas partes: las neuronas, los latidos del corazón e incluso los recovecos de los intestinos –aunque quede poco delicado señalarlo-; vamos, que volví a casa después de tres semanas fuera hecha unos zorros.
Con el paso de los años he ido cambiando –y cambiando muchísimo- la forma de relacionarme con mi entorno amistoso; he pasado de no contar nada a contarlo todo para acabar teniendo un buen filtro que me indica qué debo compartir y qué debo callar: por pura supervivencia, ya que las mejores “traiciones” las he padecido precisamente por hacer confidencias a personas próximas quienes, en algún momento posterior y dejándose dominar por sus propios demonios, me las han echado a la cara o las han utilizado para hacerme chantaje emocional. (Esto suele ser más frecuente en las relaciones familiares)
Así que estaba tranquilamente paseando a mi perrillo cuando me crucé con un conocido. Amable y correcto el hombre, me saludó como siempre: educación de barrio. Sin embargo, a diferencia de otras veces, se paró a mi lado y le hizo una gracia a Elur. Por educación yo también, me detuve y le sonreí. Él me preguntó: “¿qué tal?” y ahí ya la liamos porque en vez de contestarle con el socorrido “Bien, ¿y tú?” le dije: “Pues, quitando lo malo, bien” y él en vez de hacerse el loco me miró a los ojos y me espetó: “¿Qué te ha ocurrido de malo?” y yo en vez de reir y decirle que era una broma… le conté.
Le conté a un “desconocido” con el que jamás he tenido un atisbo de confianza, el problema que me atenazaba y me tenía sin dormir desde hacía varias semanas; volqué mis palabras en sus manos como si fuera lluvia y él, en vez de sacudírselas, se puso en mi lugar, desplegó un abanico real de empatía y de repente pareció que sufría conmigo, él quien tenía el mismo desasosiego, él quien formaba equipo conmigo para afrontar un problema y hallar una solución.
Me dejé llevar por el momento –que fue una media hora larga, parados en mitad de la calle, con el perrillo cortejando a la farola más cercana- e hice lo que tantas veces otras personas han hecho conmigo a la vez que iba a cada instante siendo más consciente de que el tipo estaba REALMENTE interesado en ayudarme. Vamos, como el terapeuta que hace lo mismo cobrándote los 70€ de rigor por sesión y a quien también alguna vez me he visto obligada a recurrir.
Fui muy consciente de la situación y así se lo hice saber. Él, inteligente donde los haya, me contestó que no tenía importancia, que a él también le ocurría de vez en cuando, eso de que la solución a sus problemas apareciera cuando menos lo esperaba y de forma sorpresiva. Ni siquiera fuimos al bar a tomar un café o nos sentamos en un banco aledaño; estuvimos de pie, en la mera calle, hablando como dos amigos ensimismados en sus cosas durante casi cuarenta minutos.
Volví a casa con el pensamiento tranquilizado, dormí casi ocho horas de un tirón y, a la mañana siguiente, la decisión que me era preciso tomar amaneció conmigo.
Gracias Igor por tu ayuda. Te debo una.
En fin.
LaAlquimista
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