Toda mi vida he cargado con el “sambenito” de tener buena salud. Cada vez que en casa alguien iba al médico aquejado de alguna patología importante yo tendía a sentirme mal, como si el hecho de no padecer enfermedades de fuste me desviara de la obligada solidaridad familiar. Mi madre me lo ha recalcado toda la vida con un deje de reproche en la voz: “Es que tú, como siempre has tenido buena salud…” y yo quería tener, no sé, una migraña, un zumbido de oídos, una rodilla renqueante para ser como los demás, para no tener que deber nada a nadie por mi buena suerte. Ocurre como cuando te jubilas antes de tiempo que te miran como si hubieras sobornado a algún funcionario poco puntilloso para poder dedicarte todos los días al dolce far niente que se supone es el estado continuo e irreversible de quienes ya no pertenecemos al elenco laboral.
Pero a lo que iba.
Yo también coqueteo con la enfermedad de vez en cuando, más a menudo incluso de lo que me gustaría, pero la carne es débil y…ya se sabe. De un tiempo a esta parte estoy desarrollando una alergia a tomar un tipo de medicamento que me deja los labios hechos unos zorros, hinchados, como ahítos de botox, una cosa exagerada y muy poco lucida que me obliga a quedarme en casa el máximo de tiempo posible a la espera de que el antihistamínico de turno haga su efecto y deje de llamar la atención por tener unos “morros” impactantes. Curiosamente, algunas mujeres pagan buen dinero porque se los pongan como me los ponen a mí los dicoflenacos , antiinflamatorios o el metamizol magnésico a los que parece que soy alérgica y de los que, de vez en cuando, no me queda más remedio que echar mano porque a mí también me duelen algunas partes de mi cuerpo físico.
Cuando me pega el “bajonazo” y estoy para que me recojan con pala tengo tendencia a dar poco la tabarra. Es decir, se lo cuento a mis amigas (sobre todo a las que tienen relación con la “cosa médica”), pero no soy de necesitar que me hagan comiditas o me vengan a dar palique para hacerme compañía; si acaso –y tan sólo en los casos en los que no me puedo mover porque me ataca una lumbalgia- que me paseen un ratito al perrillo, pobrecito, que él no tiene habilidades para salir solo a la calle a “hacer los deberes”.
Cuando caigo enferma tiendo a aceptarlo sin enfadarme ni conmigo misma ni con la vida. –¡Estoy enferma, no puedo continuar con mi vidanormal! Y ese aviso en voz alta me pone en mi sitio. Nada de forzar la máquina y seguir como si no pasara nada, ni hablar de apurar el impulso de la energía para demostrar ¿? que soy fuerte o alguna tontería de esas que nos han enseñado a las mujeres a llevar por bandera y sufrir en silencio hasta caer reventadas.
Aprendí en mis años familiares que la enfermedad es un invitado no deseado a quien no se puede ignorar porque hace mucho ruido con su pataleo impertinente. Aprendí que vale más la pena reconocer al “enemigo” y plantarle cara que hacerse “el duro” para acabar, qué duda cabe, hecho migas física y emocionalmente por querer aparentar una fortaleza que no se tiene.
Difícil fue también para mí aprender a diferenciar la enfermedad real de la enfermedad imaginaria, esa que se utiliza para esclavizar a los demás y crear culpas emocionales esparcidas haciendo molinetes, como queriendo que los demás –los sanos- se fastidiaran de alguna manera y fueran un poco menos felices ya que otros no tienen que apearse del tren de la salud como ellos.
Cuando me pongo enferma, cuando me duele algo físico tanto como para tener que parar mi ritmo, lo acepto sin demasiadas alharacas y me meto en cama o me tumbo en el sillón. Procuro tener libros a mano –que también son una especie de medicamentos para mí- y dejar que el tiempo pase, que el descanso se infiltre en vena, que pasen las horas sin echar nada en falta, sin desear ni rabiar por no poder salir a la calle, permitiendo que la energía alterada vuelva a su cauce. Dormir o dormitar, pensar o vaciar la mente, mirar por la ventana la lluvia o el sol, disfrutar de sábanas limpias y fruta fresca, cerrar la agenda y el calendario y abrir los canales que me conectan con lo que verdaderamente soy, allí donde, probablemente, se haya producido un pequeño “colapso” energético que me ha tumbado sin esperarlo.
Cuando enfermo pienso si ha sido “por mi culpa”, por haber estirado demasiado de alguna cuerda, por borrikota o si el parón obligado no es una especie de aviso para prevenir algo peor o incluso un regalo para que vuelva a tomar conciencia de lo que soy; humana, imperfecta y débil aunque a veces uno quiera arrogarse otros estatus.
No pasa nada por dejar de bailar un par de días mientras el cuerpo recupera las fuerzas de su caminar cansado.
En fin.
LaAlquimista
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