Dentro de dos días terminará esta edición de Gran Hermano VIP. Laura Matamoros y Carlos Lozano se postulan como los nuevos ganadores de este programa, sustituyendo a Belén Esteban. Durante esta edición el programa ha tenido una audiencia media de 2.892.000 personas, con una cuota media de pantalla del 23,3%. Probablemente, muchos de nuestros lectores, al leer esta introducción se queden sorprendidos, ya que este tipo de programas no se encuentran entre sus prioridades. Sin embargo, es un hecho que existen muchas más personas a las que les interesa la comúnmente denominada telebasura, que a las que no les interesa, o a las que muestran preferencia por programas de otro tipo como El Escarabajo Verde, Tres14 o Teknopolis.
Tal y como relata Gabriel Sánchez, la telebasura es un subgénero televisivo que muestra sin pudor y con exageración la esfera íntima y privada de las personas que participan en el mismo. Seguramente, sean muchos los programas actuales que caben en esta definición, programas en los que se tratan temas que, en casi cualquier otro contexto, no serían abordados públicamente por ninguno de nosotros. ¿Por qué entonces algo que la mayor parte de nosotros sancionamos como ‘aquello que no se debe ver’ o ‘aquello que (a priori) no nos interesa’ cosecha de manera constante audiencias masivas? ¿Estamos ante una incoherencia?
Un estudio dirigido por el profesor Eric Anderson, de la Universidad de Northeastern de Boston, y publicado en la revista Science, muestra que lo que nos hace reaccionar con interés frente al morbo (o cotilleo) de algunos programas es una parte de nuestro instinto de supervivencia. Los autores de dicha investigación concluyen que el chismorreo es una manera de recibir información sobre la personalidad de las personas que se encuentran en nuestro entorno, sin tener que para ello experimentar una relación directa con éstas. El cotilleo, independientemente de si es instructivo o destructivo, tiene por tanto un carácter funcional.
Representa a su vez una evolución natural del ser humano. Antes de que la televisión llegara a nuestras vidas, este instinto por obtener información nos llevaba a reunirnos en las plazas de los pueblos, en los portales o en los bares para comentar diversos chascarrillos e intimidades. Igual que el homo sapiens necesitaba conocer el entorno en el que se movía para poder sobrevivir, conocer las situaciones personales de la gente que nos rodea también nos ayuda a movernos más cómodamente en nuestro entorno. El cotilleo no es hoy determinante para poder seguir con vida, pero sí para permitirnos conocer (o intuir) con quién debemos y con quién no debemos relacionarnos.
El artículo del profesor Anderson y sus colegas demuestra que nuestro cerebro presta más atención a aquellas personas de las que conocemos ciertas connotaciones sociales negativas que a aquellas de las que sabemos cosas socialmente positivas. Para poder determinar la influencia que el cotilleo ejerce sobre las relaciones que mantenemos con otras personas, los autores del anterior artículo llevaron a cabo un experimento en el que se exponía a una serie de sujetos a imágenes de personas (desconocidas) que venían acompañadas de una breve descripción que podía ser: socialmente negativa (p.e. lanzó una silla a su compañero de clase), socialmente positiva (p.e. ayudó a una anciana a llevar la bolsa de la compra), o socialmente neutra (p.e. se cruzó con un hombre en la calle).
A continuación, al mostrarles aleatoriamente los rostros de las personas pero sin su descripción correspondiente, observaron que los voluntarios reconocían antes a las personas de las que habían sabido aspectos negativos, y además recordaban sus caras durante mayor tiempo. Los autores concluyen que tendemos a registrar durante más tiempo las caras de las personas de las que conocemos datos negativos que aquellas de personas de las que sabemos datos positivos o neutros. La función evolutiva de esta tendencia a recordar los aspectos negativos con mayor facilidad y duración viene determinada por nuestra capacidad de supervivencia. Esto explica por qué los programas que tratan sobre las vidas de “los famosos”, y en los que se ofrecen informaciones a menudo esperpénticas sobre éstos, son a su vez no sólo los que más enganchan a los espectadores, sino también los que son recordados durante un mayor tiempo por éstos.
A mediados del siglo XX, cuando comienza a producirse la migración de los pueblos a las ciudades, las plazas de los pueblos dejaron de convertirse en los principales núcleos sociales para dejar paso a la televisión. Con ella, se produjo una transición en la que se pasó de conocer la vida de los vecinos, a entornos en los que se comentaban las intimidades de “los famosos”. Es cierto que la televisión es una parte de nuestras vidas. Sin embargo, la mejor manera que tenemos de poder conocer el entorno en el que nos movemos es a través de las relaciones físicas y personales. Por lo tanto, antes de engancharte al siguiente reality o de volver a retomar los programas de corazón que antaño abandonaste, recuerda que eso de salir a la plaza del pueblo a encontrarse con los amigos, vecinos y conocidos desempeñaba antes que la televisión su misma función evolutiva.
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