Desde que el Guggenheim abrió sus puertas en Bilbao, medio mundo ha aclamado la jugada maestra de la ciudad del Nervión por traer la sucursal del museo neoyorquino a su Ría, mientras que la otra mitad del mundo se pregunta ¿cómo han sabido regatear a otros pretendientes y conseguir semejante “bilbainada”?
Lo que suele recibir mucha menos atención en todo esto, es la pregunta: ¿por qué sentía la Fundación Guggenheim la necesidad de crear una filial en otro lugar del mundo? La respuesta a esa cuestión es dual. Por una parte, está el aspecto pecuniario: conseguir ingresos, hacer negocio. Por otra parte, está el asunto de: ¿para qué quieres una colección de arte si no la puedes exponer? Y esa era una preocupación mayúscula para la Fundación Guggenheim por aquel entonces, ya que su sede en Nueva York solo podía exponer una fracción de su propia colección (mientras que mandar partes de la colección en plan ambulante a otros museos como exposición temporal puede ser lucrativo, pero implica mucha logística y riesgos para el estado de las obras del arte). El resto de la historia es sabido, la Fundación Guggenheim alivió esta situación abriendo una segunda sede en Bilbao.
El museo Boijmans van Beuningen (ubicado en Rotterdam: una especie de “Bilbao Nec Plus Ultra” en los Países Bajos) se encontraba en una tesitura similar hasta hace poco: museo con una única sede y con una colección de arte que supera con creces el espacio que tenía para exponerla al público. Además, contaba con almacenes para sus obras de arte que se estaban deteriorando con el paso del tiempo, con el agravante de que a orillas del Mar del Norte se empiezan a preocupar por el calentamiento de la tierra y la subida del agua que este puede causar. Junto a un clima que ya de por si es muy húmedo en estas tierras, todo esto incentivaba al museo a buscar una solución más segura para la conservación de sus joyas. El resultado ha sido que el Boijmans van Beuningen acaba de estrenar un segundo pabellón con una doble función: es a la vez museo y almacén, donde se exponen cuadros vía paneles que se pueden mover para que el público los contemple.
Desde un punto de vista de construcción y exposición es una solución sencilla, pero lo interesante es que detrás de esta idea de museo-almacén está el concepto de la “cola larga” (the long tail). ¿Qué quiere decir esto? La cola larga es +/- lo opuesto a la regla de Pareto. Esa regla postula -entre otros- que “un 20% de los clientes suelen generar un 80% de los ingresos”, o que “un 20% del catálogo de productos es responsable del 80% de las ventas”. Hay muchos negocios donde esta regla se puede aplicar, y a priori suene poco atractivo esforzarse por el restante 80% de clientes o productos para asegurarse un 20% de la cifra de negocio. Sin embargo, personas como Chris Anderson vieron hace más de una década que un posicionamiento en pro de la cola larga podría ser muy beneficioso para muchas empresas. De hecho, se puede decir que el fenómeno del born global y de las empresas de nicho internacionalizadas (ver sección 5.3 y footnote 19) se debe a esto: empresas que tienen un producto muy específico con una demanda potencial en todo el mundo, y que se sienten empujados a rastrear el planeta para acumular clientes, porque solo con la clientela en su mercado doméstico no tendrían un negocio viable.
Un ejemplo muy claro y exitoso de empresa que siguió una estrategia de cola larga ha sido Netflix. Antes de entrar en la época del streaming hacía la competencia a cadenas como Blockbuster. Blockbuster ofrecía títulos cinematográficos de éxito (en inglés estos se llaman blockbuster movies) y le bastaba con una cartera de películas reducida (short tail) para satisfacer al grueso de sus clientes (el 80% de sus compradores o usuarios); clientela que además vivía cerca de las sucursales que tenía la cadena en zonas urbanas y centros comerciales (considerando -así- la población en aglomeraciones como su público objetivo). Por el contrario, Netflix apostó por hacer la competencia a través de un segmento de producto-mercado con visos de cola larga. Primero, ofreció muchas películas del cine independiente, películas no americanas, underground movies, etc. Segundo, se dirigía a gente que vivía en la periferia; personas que no tenían una tienda de Blockbuster u otra cadena en su vecindario.
Netflix ganó la partida a Blockbuster por dos motivos principales. Uno, mientras que – en la época pre-streaming– “mirar una película en casa” era cuestión de alquilarla físicamente (recogerla en una videoteca o recibir la cinta (o el DVD) en casa), para el +/- 20% de la población que no vivía cerca de un Blockbuster, Netflix era la única solución. Dos, al otro +/- 80% Netflix lo acabó convenciendo por el amplio abanico de títulos que ofrecía, mientras que Blockbuster jamás podía exponer tal variedad en sus tiendas físicas. Una vez que se entró en la época del streaming, Netflix ya era un monopolista y sólo en los últimos años está viendo movimientos por otros actores para arrebatarle su dominio, como Amazon o Disney (que -por cierto- no eran rivales en la época del video-renting).
La solución del Boijmans van Beuningen no es del todo comparable con la trayectoria de Netflix, pero tiene varias cosas en común. Aquí hay que destacar también el hecho de que mejora las posibilidades de conectar con la parte del público que se decanta por obras menos conocidas. Sea porque ya ha visto las grandes obras de arte, sea porque tienen un gusto diferente que los “conocedores” del arte o el mainstream audience. Es, por lo tanto, una manera de crear vínculo con personas que no se cautiva con una oferta “standard” y/o que quiere variar su consumo regularmente.
Finalmente, va con el espíritu de nuestros tiempos. Es decir: ¿por qué tiene que haber un curator que decide lo que un museo debe exponer? Deja que el público lo decida y pon el menú entero a su disposición para que elija por su cuenta en lugar de presentarle una carta reducida.
Bart Kamp