Hace apenas unas décadas, España era tierra fértil de vocaciones: de aquí salieron santos universales como Ignacio de Loyola o Francisco Javier, y miles de sacerdotes y misioneros que evangelizaron medio mundo. Hoy la situación ha dado un vuelco sorprendente: España, que sigue siendo el país con más misioneros católicos en el extranjero (más de 9.000), se ha convertido en un importador neto de sacerdotes para sus propias parroquias.
En la actualidad, unos 1.500 curas extranjeros ejercen en España —alrededor del 9 % del clero nacional—, mientras que en el extranjero trabajan menos de 600 sacerdotes españoles. Y la brecha no deja de ampliarse (en 2012 la situación era todavía la inversa con 500 curas extranjeros por aquí frente a 900 en el extranjero). La falta de vocaciones locales, unida al envejecimiento del clero (la media de edad supera ya los 65 años), ha dejado a muchas diócesis con seminarios vacíos y parroquias sin relevo.
Las diócesis rurales son las más afectadas. En Osma-Soria, cinco sacerdotes extranjeros —procedentes de África y América Latina— han rejuvenecido en bloque la plantilla diocesana. En Aragón, la diócesis de Tarazona depende en buena medida de curas latinoamericanos para cubrir pueblos donde ya no quedan vocaciones locales. En Galicia, el obispado de Ferrol ha tenido que recurrir a clérigos venidos de Colombia y Venezuela para sostener la pastoral en aldeas marcadas por la despoblación.
La diversidad de procedencias es llamativa. El sacerdote indio Balashowreddy Jaddu, conocido como padre Bala, se ocupa de las parroquias de Torremocha y Torreorgaz (Cáceres). El beninés Hervé Boris Da Silva celebra misa en una docena de pueblos de la sierra negra de Guadalajara. Y el brasileño Antonio Da Silva, llegado hace más de dos décadas, se ha convertido en una figura central en Valladolid, donde combina la atención parroquial con el acompañamiento de ancianos en residencias.
También hay historias de acogida entrañables en lugares inesperados. En Irún, por ejemplo, la parroquia de San Gabriel cuenta con el padre Vitaliy, un sacerdote ucraniano que se ha ganado la confianza de los feligreses a pesar de las dificultades de idioma. «Al principio apenas entendíamos lo que decía en la homilía, pero transmite tanta fe que la palabra le sobra», contaba una feligresa en Diario Vasco (20/10/2024). Su presencia no solo llena un vacío pastoral, sino que también da voz y cercanía a la creciente comunidad ucraniana asentada en Gipuzkoa.
Detrás de estas trayectorias personales hay una realidad común: España necesita curas extranjeros para mantener viva la vida parroquial. Muchos llegan por estudios, otros para acompañar a compatriotas migrantes, y otros sencillamente porque aquí hacen falta manos. Según la Conferencia Episcopal, provienen de más de 70 países, sobre todo de América Latina y África, pero también de Europa del Este y Asia. Algunos vienen de paso; otros, echan raíces definitivas.
El contraste es inevitable: un país que “exporta” miles de misioneros y religiosos a tierras lejanas, pero que “importa” curas para poder celebrar misa en sus propios pueblos. El fenómeno podría describirse casi en términos económicos como un déficit sacerdotal: España sigue aportando misioneros al mundo, pero necesita importar curas para sostener sus parroquias.
Afortunadamente, España puede apoyarse en su peso histórico y actual en la formación académica y espiritual del clero. El país cuenta con varias instituciones eclesiásticas reconocidas por la Santa Sede y con prestigio internacional—como las universidades pontificias de Comillas y Salamanca, la Universidad de Navarra (incluido el Seminario Internacional Bidasoa) o la Facultad de Teología de Granada— que atraen cada año a seminaristas y curas de distintos continentes. A ello se suma la fuerza del español, segunda lengua en número de católicos a nivel mundial, lo que facilita la llegada de vocaciones desde América Latina y otros lugares.
De este modo, España no solo recibe sacerdotes para cubrir la falta de vocaciones locales, sino que también se ha consolidado como un referente en la formación de clero internacional, gracias a la combinación de su tradición teológica, su lengua y su red de universidades y seminarios con alcance global.
Quizá la industria podría extraer aquí una lección: la Iglesia, pese a la crisis de vocaciones internas, ha sabido atraer y retener talento de fuera, poniéndolo al servicio de la comunidad local y compartiéndolo al mismo tiempo con el mundo.
Bart Kamp