Alberto Moyano
Lo que resulta más curioso del caso de David Irving, el supuesto
historiador condenado en Austria a tres años de cárcel por negar el
Holocausto, es la facilidad con la que el hombre se ha deconstruido a
sí mismo. En el mundo de los espías –al menos en las novelas– cuando
a un agente le atrapan los enemigos y le convencen para que siga
trabajando pero esta vez en favor de sus antiguos enemigos, se le llama
“espía dado la vuelta”. Al tal Irving la mera perspectiva de
pasar una temporada en una cárcel austríaca le ha servido para
que la luz se haga en su cerebro. No sólo ha reconocido que las cámaras
de gas existieron, que el Holocausto sí tuvo lugar, sino que ha llegado
a avisar de que en la biblioteca de cárcel están sus infames libros
para que las autoridades procedan a retirarlos. También ha reconocido
que manipulaba los hechos históricos “para que la gente no se durmiera”
en sus conferencias. Y de paso llenarse los bolsillos, habría que
añadir. Y es precisamente esto lo que nos recuerda a otros
historiadores, en este caso más próximos, que se dedican a divulgar una
historia de la Guerra Civil española que limita al norte con la música
militar y al sur con Caperucita Roja. Es legítimo sospechar que lo
hacen, no porque estén convencidos de lo que dicen, sino porque saben
que en este mundo siempre hay alguien dispuesto a creerte cualquier
cosa, por muy disparatada que sea, siempre y cuando cuentes con
medios para divulgarla. Y de paso, le permiten al vendedor de
crecepelo de turno hacer un poco de caja. Ahora, los seguidores se
pasarán al más papista que el Papa y a pesar de que el propio Irving se
ha retractado de sus palabras, sus seguidores harán como si no hubiera
pasado nada y seguirán negando los hechos históricos. Al tiempo.