Teresa Flaño
La pena de muerte está siendo tema de debate estos días. El hecho de que los anestesistas californianos hayan logrado paralizar una ejecución es una noticia destacable y un poco esperanzadora en un estado que tienen por gobernador a Terminator –pero el de la primera entrega, el malo malísimo–. La ficción cinematográfica y televisiva también han abordado la pena de muerte con dos productos de muy buena calidad. Por un lado está la película Capote –un relato detallado de cómo uno de los escritores fundamentales de la literatura norteamericana realizó la génesis de la investigación de la que luego sería su novela más famosa, A sangre fría–, por otro el primer episodio de la segunda temporada de House, que se emite en Fox, donde el reto médico está en sanar a un condenado al que le queda poco tiempo para recibir la inyección letal. Ambos casos tienen en común –además de la anécdota de que el alcaíde de prisión es el mismo actor– que no se plantea el problema de la culpa o si la pena de muerte tiene su razón de ser o no. Son dos productos excelentes, cada uno en su medio, en los que gran parte de su mérito se encuentra en que consideran al espectador como una persona inteligente, capaz de llegar a sus propias conclusiones sin tener que dárselas bien masticadas. Capote es en muchos momentos un ser genial y en otros un mezquino, igual que House aunque éste en menor grado porque su hábitat es la televisión donde todo es más ligth. Cada uno tiene su profesión: crear un nuevo género literario y periodístico o sanar a un enfermo que parece incurable, y los dos son unos genios. Pero cuando concluye su trabajo queda en el aire qué es lo que realmente sienten ante la muerte de los reos. Eso es lo que debe hacer el espectador… pensar.