Alberto Moyano

La convocatoria de un ‘botellón’ para este viernes en la plaza Zuloaga
de San Sebastián ha coincidido, como no podía ser de otra forma, con la
presentación del Plan Local de Prevención de Drogodependencias
2004-2008. Vaya por delante que produce una cierta ternura ver inmersas
a las autoridades locales  en esta batalla de las drogodepencias,
un asunto que les supera por elevación.
Una vez más, se puede constatar que varias décadas de persecución del
tráfico de drogas, de campañas de concienciación y de celebrar “la
mayor incautación del año” arrojan como resultado –y cito el informe–
que: hay “una banalización creciente de las consecuencias de la ingesta
de drogas”, “baja la edad de inicio al consumo de drogas”, “un 50% de
adolescentes donostiarras participa en el botellón” y “el 60% de los
mayores de 14 años ha probado el hachís”.
Se podría completar la tanda de resultados señalando que la oferta de
diferentes tipos de drogas se ha multiplicado en los últimos años, a la
vez que el precio de las que ya existían se ha desplomado como no lo ha
hecho ninguna otro producto en el mercado, a excepción quizás de los
vídeos VHS.
En un plano racional, este balance bastaría para tirar a la papelera
todos los planes y políticas antidrogas puestas en marcha hasta el
momento, pero en este debate la racionalidad está proscrita.
De todas formas, si el problema no se resuelve, hay que decir que
tampoco va a más, a pesar de los informes catastrofistas. Recordaba
hace unos días el escritor Aingeru Epaltza que en su adolescencia lo
habitual era que el  joven entrara en el bar y se arreara un
patxaran tras otro, mientras los mayores le daban palmadas en la
espalda y le llamaban “machote”. Y según cuenta por boca de un obrero
de Eibar el argentino Roberto Arlt en sus ‘Aguafuertes vascas’ de 1935:
«Aquí se bebe por hacer alarde de hombría. Al que no se emborracha se
le conceptúa de afeminado. Si usted entra a las tabernas, encontrará
mozos de quince años completamente alcoholizados».
O sea que mal, pero no peor.