Alberto Moyano
Como Proust en busca de su madalena, visito el parque donostiarra de
Cristina Enea para comprobar in situ el resultado de las polémicas
obras de reforma. Conozco el parque bien o incluso muy bien porque lo
crucé de arriba abajo y de derecha a izquierda cuatro veces al día
durante once cursos escolares. Hasta 1984. Desde entonces, ni pisarlo.
A lo largo de ese tiempo y por mor de los juegos infantiles, al parque
le tocó ser el bosque de Sherwood algunas veces y la isla de Monpracem,
otras, y hay que decir que siempre cumplió. Puntual, cada otoño,
suministraba abundante munición para las cotidianas guerras de castañas
y el resultado de todo esto se traducía habitualmente en importantes
cantidades de barro a engullir por la lavadora doméstica.
Ahora, intento comprobar los –según han dicho– devastadores efectos que
la aplicación de técnicas propias de Corporación Dermoestética han
tenido sobre la flora y la fauna del parque. Incluso confío en asistir
en directo a la extinción de varias especies y en indignarme ante el
amortajamiento de grandes superficies de terreno bajo espesas capas de
cemento y hormigón. Pues bien: decepción.
Ni los caminos amarillos –más bien, amarillentos– han convertido al
parque en una parodina de ‘El Mago de Oz’, ni los árboles han sido
talados en familia, ni las especies sucumben bajo las excavadoras. Es
más: juraría que el parque ha sobrevivido a los estudios ambientales, a
los gabinetes de especialistas y a la actividad proteccionista, y de
hecho, mantiene intacto todo su enorme encanto de parque urbano.