Alberto Moyano
El artista madrileño Santiago Sierra ha acometido «una experiencia de
aprendizaje casi religiosa» en la que ha descendido «hasta el fondo de
la condición humana» para regresar «con algo que está excluido de las
actuales autopistas del información». El resultado, que se expone
actualmente en la galería Lisson de Londres es, efectivamente, una
porquería: 21 módulos antropométicos de idéntica forma geométrica
fabricados con excrementos humanos.
Desde el punto de vista artístico, supone un paso atrás respecto a a lo
logrado por el italiano Piero Manzoni, quien ya hace una década vendía
por correo sus heces, previamente embotadas. Y es que Sierra ha
recurrido a las deposiciones humanas recogidas en las calles de Nueva
Delhi y Jaipur. Desde ese punto de vista, la obra plantea dudas sobre
una posible violación de la propiedad intelectual. Y en la cuestión de
los materiales, cabe recriminar al creador madrileño, que pudiendo
recurrir a los nobles residuos resultantes del congreso Lo mejor de la
gastronomía, haya optado por echar mano a las cacas callejeras de los
pobres de la tierra, que a saber qué habrán comido.
El visitante de la insigne galería londinense a duras penas podrá
abstraeerse de las teorías que apuntan a que toda creación artística
es, en última instancia, un autorretrato, aunque en el caso de los
fétidos bloques de Sierra no haya rastro autobiográfico.
La duda más inquietante surge cuando uno recuerda que, a partir de un
bisonte pintado en la pared, los especialistas han sido capaces de
deducir qué vestían, qué comían y en qué creían los habitantes de
aquellas cuevas hace 14.000 años. Extrapolando, cabe preguntarse qué
conclusiones extraerán los arqueólogos del futuro cuando descubran,
entre los restos de lo que fue una galería de arte, lo que, en esencia,
es y seguirá siendo sólo un montón de mierda.