Alberto Moyano
En lo más alto de la larga lista de objetos que la publidad ha conseguido travestir de necesidad figura por derecho propio un producto que nunca existió, publicitado mediante anuncios que ni siquiera lo eran. Fue a principios de los noventa, cuando miles de clientes preguntaban en los supermercados en qué estantería estaban los botes de cacao maravillao. Aunque la publicidad es un género absurdo y su función es colonizar cerebros y corazones, las mentes más incurablemente utilitaristas -y por lo tanto simples- defienden la peregrina teoría de que se trata de la poesía del siglo XXI. Su coartada este año ha sido el inexistente anuncio televisivo que Martin Scorsese ha realizado para esa marca de champagne que debería venderse exclusivamente en ferreterías. El seudoanuncio trata de cumplir un doble objetivo: vender la burbujeante y letal bebida, a la vez que se vende a sí mismo, remitiendo al espectador ávido de creatividad a la propia web del brebaje. Como las mejores drogas, la publicidad ya no necesita salir al encuentro del usuario, sino que es éste el que va en su busca. Por lo demás, la gran feria del anuncio que es la Navidad nos deja ya tendencias que se deberían consolidarse en el futuro. Así, el año que viene Charlize Theron protagonizará los anuncios de todos los perfumes a la venta; Nicole Kidman tendrá la edad mental de una anciana gracias a esa ecuación que suma al cerebro los años que el bótox restan -es un decir- a la piel; y Scorsese culminará su transmutación en James Cameron firmando el tráiler de un spot que no anunciará nada y que, de hecho, ni siquiera tendrá que rodar.