Alberto Moyano

Después de cuatro años relativizando la legitimidad de las mayorías parlamentarias, los obispos han recapacitado e irrumpen con fuerza en la campaña electoral.

Lo hacen a su muy misteriosa manera, es decir, pidiendo indirectamente el voto para un partido inexistente en el arco parlamentario español por cuanto todos han hablado-tanteado-negociado-dialogado con los terroristas o han apoyado que se haga. Sin embargo, por deducción, parece que existe consenso en que las sotanas apoyan al PP.

Y no sólo es legítimo, sino hasta conveniente, que se posicione la cúpula catálica, por paradójico que resulte ver a los pregoneros de la unidad familiar sembrando la división entre los hijos de Dios.

Se avecinan tiempos oscuros y está bien que todos nos contemos para ver cuántos somos por aquello de las mayorías y las minorías. El día 9 los partidos podrán entonar la tradicional letanía en la que, invariablemente, resulta que todos han ganado las elecciones. La Iglesia lo va a tener más chungo.

Si en lugar de lo que Dios quiera, el resultado electoral es otro, la Conferencia Episcopal española tendrá que ir pensando en abrir una reflexión sobre la resignación como virtud cristiana. En otras palabras, deberá limitarse a organizar sus ritos como crea conveniente -sea dando la misa de espaldas a los fieles, sea levitando sobre el altar- y renunciar poco a poco a sus  aspiraciones hegemónicas en la sociedad.

Punto y aparte merece el respaldo al PP, una formación que ya ha adelantado que ni reformará la ley del aborto, ni retirará la del divorcio, ni eliminará el matrimonio homosexual. Si pedir el voto para esa opción no es pecado y mortal, que baje Dios y lo vea.