Alberto Moyano

Se presumía que el debate sería tan encorsetado como el repertorio de Pimpinela y la realidad se encargó de confirmarlo. Que las encuestas en caliente hayan otorgado la victoria a Zapatero sólo puede atribuirse a la descomunal inquina que Rajoy despierta entre los votantes de todos los partidos que no sean el suyo.
 
Se enfrentaban el presidente del Gobierno, una persona a la que los conceptos verdad/mentira le resultan extremadamente elásticos y, en último termino, relativos, y el líder del PP, quien puede acusar a ZP de traicionar a los muertos, simultáneamente confesar que en lo personal se llevan bien y, sin embargo, proclamarse a sí mismo como alguien fiable.

Los dos fueron despiadados. no tanto mutuamente, como con el espectador. Se empeñaron en levantar un monumento al trabajador que se levanta a las siete de la mañana -“y la las cinco, y a las seis”, matizaba el candidato del PSOE-, sin tener en cuenta que el mentado llevaría ya varias horas disfrutando del sueño de los justos.

Rajoy exhibió su habitual colección de tics tan constreñido por su chaqueta como lo ha estado estos cuatro años por las exigencias estratégicas de su partido. Zapatero, en cambio, se dedicó a quemar su talante. Y lo asombroso fue que el segundo consiguió perder el debate abortando la sensación de que el primero lo hubiera ganado.

De cara al segundo encuentro, fijado para el próximo lunes, hay que corregir tendencias, fijar estrategias, apuntalar posiciones y, en el caso de Rajoy, acudir urgentemente al sastre, seguro, pero por encima de todo, ambos deberían comprometerse a contestar al rival, evitando esos monólogos de la comedia que reducen el debate a una alternancia de profecías de Nostradamus y mensajes navideños del rey.