Alberto Moyano

Tras descubrirse que mil millones de pesetas habían volado en un pequeño fallo relacionado con el cambio de divisas para comprarle obras al Guggenheim y que el Museo bilbaíno había pagado por las hojalatas de Jeff Koons alrededor de cinco millones de dólares, ahora salen a la luz los tejemanejes que el director dinanciero del centro, Roberto Cearsolo, ha llevado a cabo a lo largo y ancho de una década con el objetivo de embolsarse medio millón de euros.

Y gracias al cielo que el hombre carece de sensibilidad artística. Al fin y al cabo, estamos hablando tan sólo de dinero. Si hay que reponerlo, se repone. El propio Cearsolo ya se ha ofrecido voluntario y, para que no digan, ha devuelto alrededor de la mitad de lo sustraído. Aterra pensar qué hubiera pasado si a este hombre le hubiera dado por sustraer el perrito de forraje que adorna la entrada del museo o las esculturas de Richard Serra. En este último caso, que nadie se ría porque hay precedentes de alguna misteriosa desaparición nunca aclarada.

Por lo demás, da gusto contar en el País Vasco con gente tan preparada. Uno lee la carta en la que el presunto ladrón confiesa al director del Museo su desfalco y dan ganas, no ya de perdornarle, sino incluso de darle un abrazo. “No aguantaba más”, dice este artista de la deslocalización monetaria.

Cearsolo, que ha debido pasar un auténtico calvario, se golpea el pecho una y otra vez, anuncia que está realizando ya “las gestiones para obtener la cantidad que falta, comprometiéndose a abonarla en un plazo no superior a tres meses” y concluye su misiva poniéndose a la “entera disposición” del señor Vidarte “para aclarar cuantos extremos estime oportunos”, no sin antes expresar “su pesar” por su comportamiento “y por los daños que les haya podido ocasionar”.

Conmovedor. En estas circunstancias y estando como estamos entre caballeros, hablar de prisión preventiva resultaría hasta grosero.