Alberto Moyano
Magdalena Rouco se ha desnudado. Bueno, al menos, de cintura para arriba. Así aparece en la portada de la revista ‘Intervíu’ de esta semana. Los atrevidos periodistas del semanario la bautizan -no sin derrochar imaginación- como “la sobrina rebelde del cardenal” Rouco, mientras que la interfecta, modesta hasta las cachas, asegura que con su actitud sólo pretende “desnudar la hipocresía de mi tío”. Cómo lo hará, es algo que no especifica.
Monseñor Rouco, cuya fe ya ha sido puesta a prueba recientemente en demasiadas ocasiones -siendo la última el revés electoral de la formación respaldada implícitamente por la Conferencia Episcopal-, no es responsable de lo que haga o deje de hacer su familia, circunstancia que le servirá para consolarse, pero que al igual que le pasa a Pajares, no le pondrá a salvo de los efectos colaterales.
En el caso de Magdalena, pronto se torció todo. Se podría fechar en el momento en el que permitió que se le bautizara con el nombre de una de las grandes pecadoras del Nuevo Testamento. A partir de ahí y siempre desde su pío punto de vista, las cosas sólo podían ir mal. Y lo fueron.
La muchacha se casó a los dieciséis porque su familia no le permitía irse a vivir con su novio sin antes visitar el altar. “Gracias a mi tío he descubierto la hipocresía de la Iglesia que predica una cosa y hace la contraria”, confiesa Maddie, reconvertida ahora en el cuerpo del pecado, en este caso, venial.
Todo esto, sin embargo, no conduce a nada. Lo verdaderamente rompedor sería que el propio hombre púrpura posara de de similar guisa para los fotógrafos o, al menos, que se le inmortalizara en el kiosko comprando un ejemplar del semanario.